Cada día que pasa en este 2024, dos personas pierden la vida en su lugar de trabajo en España. Dos hombres o mujeres que no volverán a casa, dos familias destrozadas por una tragedia que, en muchos casos, podría haberse evitado. No estamos hablando solo de cifras frías; hablamos de vidas que terminan abruptamente, de trabajadores y trabajadoras que dejaron sus hogares por la mañana con la esperanza de ganarse la vida, no de perderla. Y detrás de estas tragedias, se esconde una realidad aún más devastadora: miles de accidentes laborales que no aparecen en los titulares, pero que dejan cicatrices permanentes. ¿Hasta cuándo vamos a permitir que esto siga ocurriendo?
En Castilla-La Mancha, como en el resto de España, las estadísticas son inaceptables. La siniestralidad laboral no es una mera casualidad ni una sucesión de eventos desafortunados. Los accidentes laborales no ocurren por azar. Cada caída desde una altura, cada amputación en una máquina mal mantenida, cada infarto fruto del estrés acumulado nos recuerda que el sistema laboral en el que vivimos está fallando. Y, aunque algunos intenten eximirse de responsabilidad, señalando que “no todos los accidentes están relacionados con las medidas preventivas”, la verdad es otra. Los hechos son claros: la mayoría de los accidentes laborales, incluidos los mortales, tienen una causa directa en la precariedad, la falta de prevención efectiva o la presión constante que sufren los trabajadores y trabajadoras.
El estrés, la fatiga, las jornadas interminables, la falta de formación adecuada y las condiciones inseguras son problemas que siguen afectando a miles de personas en este país. No basta con cumplir mínimamente con las normativas de prevención. No se puede escudar uno en que el accidente ocurrió “in itinere” o que fue un “infarto” sin preguntarse por qué ese hombre o esa mujer estaban tan agotados o bajo tanta presión que su cuerpo no pudo más. Los empresarios y empresarias tienen una responsabilidad que no pueden esquivar. Hablar de prevención no es solo un tema técnico o de protocolo; es una cuestión de humanidad y de justicia social.
Afirmar, como hacen algunos, que las empresas no son “culpables” de los accidentes laborales porque ocurren fuera del centro de trabajo o durante una comisión de servicio, es un ejercicio de evasión que revela una falta de compromiso con la realidad. La seguridad y el bienestar de las personas trabajadoras no terminan cuando cruzan la puerta de la fábrica o la oficina. La fatiga crónica, el estrés, las jornadas extenuantes o la falta de recursos para protegerse son, en muchos casos, las verdaderas causas de esos accidentes, independientemente de dónde ocurran. Una cultura laboral que valora más los resultados que la vida de quienes los producen está condenada a generar tragedias.
Es necesario que algunos sectores empresariales tomen conciencia de que la seguridad laboral no es un coste que se pueda reducir cuando conviene, sino una inversión fundamental en la dignidad humana. Los trabajadores y trabajadoras no son máquinas que se pueden reparar o reemplazar cuando se dañan; son personas con derechos, con familias, con sueños. El trabajo, tal como lo recoge la doctrina social, debe ser una fuente de dignificación, no de destrucción. No podemos seguir permitiendo que las exigencias de rentabilidad estén por encima de la vida.
"En lugar de buscar excusas, es momento de actuar con responsabilidad"
En lugar de buscar excusas, es momento de actuar con responsabilidad. No se puede decir que se apoya la prevención de riesgos laborales mientras se perpetúan prácticas que ponen en peligro a las personas. Algunas empresas, en su afán por reducir costes o aumentar la productividad, descuidan la seguridad, ignoran las advertencias, y no proporcionan a sus empleados y empleadas los medios necesarios para trabajar en condiciones adecuadas. El resultado es una espiral de precariedad que termina, con demasiada frecuencia, en accidentes que podrían haberse evitado con una gestión más humana y comprometida.
Cada empresario y empresaria que se sienta responsable de las vidas que dependen de su gestión debería preguntarse si está haciendo todo lo posible por evitar que estos accidentes ocurran. No se trata de una cuestión de culpabilidad personal, sino de asumir una responsabilidad ética y social. Hay decisiones que se toman en los despachos de las empresas que tienen consecuencias directas en la salud y la seguridad de sus empleados. Es cierto que no todas las tragedias pueden evitarse, pero ¿acaso estamos haciendo todo lo posible para evitar las que sí se pueden prevenir?
La prevención de riesgos laborales debe ser prioritaria, y no solo un apartado más en las auditorías anuales. Los sindicatos llevan años advirtiendo de la necesidad de mejorar las condiciones de trabajo, de invertir en formación, en equipos de protección, en reducir las jornadas agotadoras. Y es que no estamos hablando de un lujo o de un capricho. Hablamos del derecho básico a volver a casa al final del día, a no vivir con el miedo constante de sufrir un accidente que cambie tu vida para siempre. ¿Es tan difícil de entender?
No podemos dejar de lado la pedagogía. Cada trabajador y trabajadora debería recibir la formación adecuada, pero también el apoyo y las condiciones necesarias para trabajar sin miedo. Y eso empieza en la dirección de las empresas. Es responsabilidad de quienes toman las decisiones garantizar que los protocolos de seguridad no solo existan en papel, sino que se apliquen de manera rigurosa y efectiva. Que no se sacrifiquen en nombre de la rentabilidad o la competitividad. Porque, al final del día, ningún beneficio justifica la pérdida de una vida o la mutilación de una persona.
Es momento de un pacto social serio sobre esta cuestión. No podemos seguir normalizando la siniestralidad laboral. No podemos aceptar que cada día haya miles de accidentes, muchos de ellos evitables. El trabajo debe ser un espacio de dignidad, no de esclavitud ni de riesgo permanente. Si realmente queremos avanzar como sociedad, debemos poner la vida y la salud de las personas trabajadoras en el centro de cada decisión. Solo así podremos decir, con la conciencia tranquila, que estamos construyendo un futuro en el que nadie tenga que morir ni sufrir por el simple hecho de trabajar.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que el trabajo siga siendo una trampa mortal? El momento de actuar es ahora. Porque cada día que pasa sin que hagamos algo, más hombres y mujeres seguirán pagando con su vida por un sistema laboral que ha olvidado su verdadera finalidad: dignificar, no destruir.
Artículo de Fernando Redondo Benito