
Imagen de archivo de una embarcación rápida del Open Arms se acerca a migrantes en un bote de madera - Antonio Sempere - Europa Press
Hay un sonido que Europa se niega a escuchar. No es el estruendo de una guerra, ni el estrépito de un atentado. Es el golpeteo de la madera de un cayuco contra el agua, mientras 150 personas tiemblan en silencio, aferradas a una tabla húmeda bajo el sol abrasador o la negrura cerrada de la noche. Es el crujido de un casco mal reparado con clavos torcidos. Es el silbido agudo del motor, encendido con miedo y oraciones. Es el llanto sordo de un niño que ya no tiene lágrimas. Es la tos salada de una mujer que vomita el mar y su esperanza. Es el silencio brutal cuando el cayuco se parte.
Los cayucos no aparecen solos en el mar. Los pone ahí una política. Los empuja una desigualdad feroz. Los llenan las decisiones tomadas en despachos con moqueta y aire acondicionado. Cada vez que un Estado europeo niega una visa, cierra una frontera, recorta los fondos de salvamento marítimo o firma un acuerdo migratorio con una dictadura, una tabla más se suma a ese cayuco. Un clavo más. Un cuerpo más.
El cayuco es la última trinchera de la dignidad humana. Está construido de retales, de madera húmeda, de trozos de mundo en fuga. No tiene nombre pintado en la proa. No lleva bandera. Es un ataúd flotante. Su olor es inconfundible: una mezcla de salitre, orina, gasoil, miedo y sudor. El plástico de las garrafas, el moho de las mantas térmicas reutilizadas, los bidones con el agua racionada y caliente, la ropa empapada que ya no abriga. Todo ese olor es la frontera. Todo ese olor es Europa.
Europa no puede decir que no lo sabía. Porque el olor del cayuco impregna ya nuestras costas, nuestros titulares, nuestros presupuestos públicos. El sonido del cayuco ya no está lejos. Golpea nuestras conciencias cada vez que aparece una imagen en el telediario y cambiamos de canal. Cada vez que una mujer muere atrapada bajo la madera de una embarcación volcada y la llamamos “tragedia”. Cada vez que un bebé muere de sed en alta mar y lo ocultamos bajo una categoría estadística: “no identificado”. Cada vez que una administración local pide recursos y Bruselas responde con muros.
Europa no rescata, Europa selecciona, Europa abandona
Los cayucos que llegan no son accidentes. Son pruebas materiales de un sistema criminal, orquestado y asumido. Europa ha elegido dejar morir. No por falta de capacidad, no por desconocimiento, sino por cálculo político. Porque cada cuerpo sin vida en el mar es una advertencia: “no vengas”. Porque el dolor es una herramienta de disuasión. Porque el sufrimiento ajeno les parece un precio justo para mantener una falsa idea de orden y seguridad.
Y, sin embargo, siguen viniendo. Porque al otro lado del mar solo hay desiertos, guerras, represión, hambre, sequías, desplazamientos forzados por empresas extractivas europeas, acuerdos comerciales injustos, regímenes apoyados por nuestras democracias. Porque huir no es una elección. Es una condena impuesta por el mismo sistema que ahora les cierra la puerta.
Los centros de internamiento, los acuerdos con Marruecos, Libia o Turquía, las devoluciones en caliente, las cuchillas en las vallas, las patrulleras que devuelven a personas al desierto… todo eso es Europa hoy. No es una excepción. No es un error administrativo. Es una doctrina: convertir la migración en una experiencia tan dolorosa que nadie más se atreva a intentarla.
La frontera no es un lugar, es una ideología
El cayuco es el espejo más brutal que tenemos. Nos devuelve la imagen de una Europa que ya no protege derechos humanos, sino privilegios. De una Europa que ha abandonado la ética por la eficacia, la compasión por el control, la humanidad por la vigilancia. De una Europa que acepta que haya muertos en nombre de la gobernabilidad.
No se trata de mejorar la gestión. No basta con más fondos europeos o discursos con lágrimas de cocodrilo. Se trata de una ruptura radical con este modelo criminal de control migratorio. Necesitamos vías legales y seguras, sí. Pero también justicia global, descolonización real, reparación histórica, democratización del derecho a la movilidad.
Europa debe dejar de preguntarse cuántos puede acoger y empezar a preguntarse cuánto dolor más está dispuesta a producir para no acoger. Cuántos muertos más va a tolerar. Cuántos niños más va a dejar sin nombre en una fosa común. Cuántos cayucos más necesita ver volcar para cambiar de rumbo.
La política migratoria no es una cuestión técnica. Es una cuestión moral, ética y profundamente política. Y quien no lo entienda así, está legitimando una política de exterminio a cámara lenta.
Cada cayuco es una acusación flotante
Huele a muerte, sí. Pero también huele a resistencia. A la dignidad de quienes, pese a todo, se embarcan. A la valentía de quienes saben que pueden morir y aun así deciden intentarlo. A la humanidad que Europa ha olvidado. A la fuerza de un sur global que se niega a seguir siendo la periferia desechable de un sistema que acumula riqueza robada a costa de su miseria.
Ese olor, ese sonido, esa estructura de madera vieja y tornillos oxidados deberían estar en el centro del debate político europeo. Deberían ocupar el Parlamento Europeo, las cumbres del Consejo, las mesas de los ministros del Interior. Porque cada cayuco es una demanda de justicia. Cada cayuco es una prueba de que algo va profundamente mal. Cada cayuco es un testigo de cargo contra la arquitectura política de esta Europa.
Y cuando despertamos, los cayucos seguían llegando.
Y el dolor seguía flotando.
Y la muerte seguía empapando las orillas de esta democracia frágil, fallida y cómplice.
Y nosotros, nosotras, ya no podemos callar. Porque callar es aceptar. Y aceptar es participar.
Europa mata. Y lo hace en nuestro nombre.