Cuando sales de tu ciudad es fácil que tus pensamientos regresen a ella, bien que sea solo fugazmente y a intervalos salteados. A mí me ocurre con frecuencia (quizá no a todo el mundo le ocurre, … o sí).
Casi siempre son pensamientos de ciudad. Ciudad, entiéndame, en su conjunto, es decir, cómo es, cómo está, esto me gusta, esto no me gusta, un bar, una plaza, un edificio, unos amigos o unos vecinos. Recuerdos e ideas.
Es en esta línea, y lamento reconocerlo, que de forma recurrente mi mente tiende a desviarse (un poco) hacia cuestiones y aspectos que quizá me disgustan más (en mayor proporción que los que me agradan). Aunque también es de justicia reconocer que se activa en mí el recurso de la reflexión crítica y acudo a no abundar en los aspectos negativos sino a fijar el tiro en el conjunto y en lo que me sugiere. El ejercicio consiste, en la medida de lo posible, en entender los motivos de la inquietud y en repensar en mi cabeza, imaginándolo, qué podría hacer yo para remediarlo (ejercicio inútil en cualquier caso).
Cuando se da la ocasión y esto ocurre a veces, hago partícipe de estos incisos mentales a mis hijos (por poco funcional que sea), siquiera sea sólo por pasar el rato. Aunque no siempre soy yo el promotor de la reflexión, sino que la reflexión acude a mí, pues no soy, ni mucho menos, la única persona a la que bulle el pensamiento acerca del entorno en el que está, dónde vive o lo que le rodea. Lo hacemos todos y, normalmente, sin quererlo.
En un banquito de cualquier plaza del casco histórico de Toledo (donde vivimos) mi hijo mayor me podría preguntar: -Papá, cuando termine 6º, ¿Iré al Sefarad?-. Su estilo coloquial requiere la aclaración acerca del ‘Sefarad’ para lectores no familiarizados, y es que se trata del único Instituto de Enseñanza Secundaria y de Bachillerato público que queda en el barrio.
La respuesta prudente ha de ser obligadamente ambigua: -En principio, sí.
Reflexión: -Es que si no, vaya rollo tener que ir a otro cole donde no están mis amigos.
Toca argumentar: -Algunos años hay muchos alumnos y no siempre hay plazas para todos.
Reflexión (continuación): -Ya, pero nosotros vivimos aquí, al lado del Sefarad ¿Me tendría que ir a otro?¿Por qué no al que me gusta?- Toca argumentar de nuevo, ya con más pedagogía: -Hijo, hay pueblos cerca de Toledo, pueblos más pequeños, que no tienen instituto y los niños como tú tienen derecho a ir también y por eso vienen a Toledo. El Sefarad es el más cercano para algunos.- La reflexión torna a queja: -¡Pero si vivimos supercerca! ¡No quiero tener que levantarme para coger un autobús!- Esta reflexión ya no va a ningún sitio porque no hay argumentos fáciles de masticar para un niño. Resolución de la reflexión: -Bueno, ya veremos cuando toque. Ve a dar una vuelta anda.
El vecino de banquito, un turista (claro, sólo puede ser un turista por ratio de personas en el Casco, pues de cada tres moradores del Casco, dos son locales y uno turista, al menos, según datos oficiosos, por lo que el tercero del banquito, un turista), atento a la conversación, cuando el niño marcha, pregunta: -¿Ah, pero aquí vive gente? -Respuesta fácil: - Sí-. Y de nuevo pregunta sin disimular sorpresa: -¿Ah, y con colegios y todo?- Fácil también: - Sí, claro-continúa ya con interés: -¿Públicos?-. Triste, pero fácil también. -Sí, uno de primaria y otro para secundaria y bachillerato- contesto. Continúa el cuestionario: -Pero su hijo acaba de preguntarle por otro, ¿no?- En este punto, mi estilo abandona la dialéctica monosilábica y simplona para adquirir un tono áspero y afilado, y en pos de lanzar una observación menos amable y con más aristas. Éstas fueron mis palabras:
-Verá usted, permítame, que le cuente algo sobre la relación entre los ciudadanos administradores y los ciudadanos administrados en esta ciudad. Ha de saber que el casco histórico de esta ciudad, donde nos encontramos y dónde ha venido de visita, es un barrio como cualquier otro de cualquier ciudad. Pero, claro está, con las particularidades que lo hacen tan especial como usted ya ha podido percibir. Destila singularidad, de eso ya se ha dado cuenta. Los que administran no viven aquí en el Casco, pero muchos administrados sí, no todos ni mucho menos, pero bastantes (dato oficioso también) y también algunos de los que administran, digámoslo todo (pero pocos). Del nutrido grupo de estos últimos, los políticos son los más visibles, y junto a ellos están los técnicos, directores, ayudantes, auxiliares, etc., todos ellos actores de la labor colosal de administración (no importa su estamento, todos forman parte). Entre otras cosas, son los encargados de gestionar la vida educativa (nada más ni nada menos) de esa ciudadanía administrada y para ello disponen de los recursos, normativos y presupuestarios, que se les asigne (mucho o poco, no entro a valorar) para implementar la tarea adquirida y encomendada. En esa labor, gustan de arrebujarse en ampulosa jerga en torno a ‘lo público’, como un gigantesco pilar de la sociedad, sostén de la cohesión social y de una ciudadanía autónoma, solidaria y enriquecida.
»Para mí, turista desconocido, - continúo, ya sin dejar que me interpele- es un pilar construido con barro, y lo digo con todo el respeto para el barro como material constructivo, tan práctico y útil cuando está cuidado y bien mantenido. Entenderá que a todos nos guste vivir en un barrio en el que disfrutar de bonitas calles cargadas de historia y de su paisaje arquitectónico, calles tranquilas, pero también funcionales. Lo mismo ocurre con sus edificios y también con sus vecinos. Vida tranquila y normalidad diaria, así de sencillo. Sin embargo, ya se habrá dado cuenta de que la Administración es parte activa de las grietas que debilitan ese pilar. La importancia de la educación es, imagino que estará de acuerdo conmigo, un tema de importancia vertebral para la vida ciudadana, básica para su cohesión social, pero también de la contención en el consumo, del respeto a su historia y de sus edificios (sean monumentales o no) y de la vida en el barrio. Pero ya no hay en argamasa que sujete ni aglutine este primordial pilar de la sociedad del Casco, y esto tiene que ver precisamente con la cuestión del instituto Sefarad. La práctica diaria de esas políticas se desgaja del marco teórico que las sustenta pues no atiende a las singularidades de este barrio. La inquietud de mi hijo ante la posibilidad de no poder ir al instituto que para él es su sitio de referencia natural es una prueba de ello (no es la única, pero sí preocupante).
»¿Cómo se explica usted, amigo turista, que un niño que vive a pocos minutos de su centro educativo pueda verse obligado a tener que escolarizarse en otro centro por una decisión política, especialmente cuando tiene su centro de referencia en su propio barrio al que podría acudir andando? No sólo pagaría el peaje de perder de vista a sus amigos, sino también obligado al uso de transporte privado (posiblemente) o público (en el mejor de los casos), pervirtiéndose así todos los planteamientos de sostenibilidad ambiental y de esa cohesión social, local y urbana que gustan de verbalizar a los administradores del Sistema. Y seguro que se pregunta usted, señor, cuál es el motivo de ese aparente desatino. Pues la respuesta sincera es: ¡Eso me gustaría a mí saber!
»Los técnicos hablan de baremos y los políticos, sin disimulo ni sonrojo, izan la bandera de la igualdad y los derechos educativos, incluso malean la palabra solidaridad con la que enfrentan a vecinos y pueblos, justificando así sus decisiones, ay, amigo turista, de nuevo con pies de barro. La realidad es lo suficientemente elocuente como para desarmar semejante argumentario. ¿Acaso no es lógico que los niños de un barrio vayan al instituto del barrio? ¿No sería natural que lo hagan como parte de un tejido social y urbano sano y saludable, evitando el uso innecesario de vehículos y vertebrando a un vecindario ya de por sí maltrecho por la naturaleza de los tiempos que corren y en permanente agresión turística? No lo tome a mal.
»Pues, en efecto, la respuesta es… depende.
No hay políticas de barrio, son políticas de barro.
Y éstos son mis pensamientos.
Alejandro Vicente Navarro, desde el Hospital Santa María del Puerto, 11 de junio de 2024