Los sueños, individuales o colectivos, nos permiten imaginar un futuro mejor y son imprescindibles para avanzar. Si no soñáramos, nuestra vida carecería de objetivos y acabaría convirtiéndose en una sucesión de acontecimientos inconexos. Si no fuéramos capaces de imaginar una ciudad mejor, más aún, de compartir ese sueño con nuestros conciudadanos, la ciudad acabaría diluyéndose en un conjunto de edificaciones más o menos próximas entre sí, pero nosotros estaríamos muy alejados los unos de los otros.
Para lo que ahora nos ocupa, lo interesante de los sueños no es tanto su materialización como el camino que recorremos mientras los perseguimos. Konstantino Kavafis lo expresó de forma impecable en su poema Ítaca, donde nos deseaba un camino largo, lleno de aventuras y experiencias hasta atracar en la isla soñada al final de nuestras vidas, después de madurar y enriquecernos con todo lo aprendido a lo largo del camino.
En el caso de las ciudades, lo importante no será una imagen final más o menos acabada, sino los procesos que se ponen en marcha mientras perseguimos esta imagen ideal, es decir, los patrones con los que vamos construyendo día a día y entre todos nuestro espacio vital.
El problema, tanto para los individuos como para el futuro de las ciudades, es que nuestros sueños ya no son tal largos como habría deseado Kavafis. Los consumimos como si fueran camisetas y los materializamos a la misma velocidad que pasamos por la caja de un supermercado. La mayoría de las veces tampoco los compartimos con nadie, menos aún con nuestros vecinos.
No hace mucho tiempo, la mayoría de los sueños importantes nunca llegaban a cumplirse, precisamente por eso, cada generación podía mantenerlos permanentemente vivos. Las ciudades se perfeccionaban poco a poco manteniendo la mirada fija en un horizonte compartido por la mayoría, que apenas cambiaba durante décadas. Los cambios de modelo, cuando existían, eran muy lentos y parciales. Las edificaciones se construían para ser utilizadas durante varias generaciones y habitualmente no se sustituían por otras, sino que se transformaban continuamente para adaptarse a nuevos usos y nuevos pobladores.
Ahora nuestra vida se ha convertido en una sucesión de ilusiones pasajeras que se materializan de forma inmediata y se transforman en decepción con la misma inmediatez. En un entorno tan volátil, los individuos nos hemos acostumbrado a la provisionalidad. Nuestras relaciones, nuestros gustos, el trabajo y nuestro modo de vida se adaptan a toda velocidad al compás de los anuncios publicitarios, pero las ciudades, que también son un reflejo de nuestros sueños, no pueden cambiar tan deprisa como nosotros, y en lugar de evolucionar acaban intoxicadas con los con los residuos que van dejando atrás nuestras continuas frustraciones.
Si nos damos una vuelta por cualquiera de nuestros pueblos o ciudades veremos que abundan cada vez más los proyectos inacabados, edificaciones abandonadas al poco tiempo de ser inauguradas, inmensos casoplones construidos a toda prisa después de unos pocos años de bonanza del propietario, ya sea imitando las imágenes idílicas de las revistas de las revistas del corazón, o las más sofisticadas de las revistas de arquitectura, alguna carretera que no va a ninguna parte, urbanizaciones sin casas donde se abren paso los arbustos entre las grietas del pavimento, edificios públicos abandonados antes de su inauguración o infrautilizados. Veremos, en definitiva, el resultado de una serie de impulsos pasajeros y sueños que se materializan demasiado deprisa, sin darles tiempo a madurar y enriquecerse con las aventuras y la experiencia que citaba Kavafis.
"Ahora no soñamos con la plaza pública, sino con viviendas aisladas rodeadas de muros"
Nuestros sueños son cada vez más cortos, y las ilusiones colectivas necesarias para construir espacios compartidos están desapareciendo. No hace mucho, incluso las viviendas de lujo tendían a construirse en los centros de las aldeas y ciudades, aunque solo fuera para presumir como nos recodaba Topol en el tema “Si yo fuera rico” de “El violinista en el tejado”. Ahora no soñamos con la plaza pública, sino con viviendas aisladas rodeadas de muros y calles exclusivas donde solo podamos encontrarnos con personas de nuestra misma condición.
Algún lector pensará que quiero proponer una vuelta a los ritmos y actitudes de antaño, pero no soy tan ingenuo. Solo soy arquitecto y no pretendo ni puedo cambiar el modo de vida del planeta, pero sí me parece interesante poner mi granito de arena para que seamos cada vez más conscientes de la provisionalidad de nuestras actuales ilusiones y de sus nefastas consecuencias en la construcción de la ciudad, porque si asumimos que nuestros sueños son efímeros, es muy probable que renunciemos a trasladarlos a la piedra. Seremos más humildes y la ciudad lo agradecerá.
Aunque pueda parecer una obviedad, en una época tan volátil también me parece necesario insistir en la conveniencia de reutilizar en lugar de construir, y si no queda más remedio, construir edificaciones, espacios urbanos y estructuras jurídico-urbanísticas más versátiles, que puedan adaptarse con facilidad a diferentes usos y situaciones, porque los edificios, y no digamos las estructuras urbanas, perduran mucho más que nosotros, nuestras necesidades y nuestros caprichos.
Artículo de opinión de Tomás Marín Rubio, arquitecto