Tú decidiste no saberlo. O al menos, no saberlo demasiado. No saberlo del todo. Porque si supieras con la fuerza con la que se sabe el fuego en la piel, algo tendrías que hacer. Pero no lo haces. Porque es más cómodo fingir que vivimos en una paz frágil y ocasionalmente interrumpida por conflictos ajenos. Porque la sangre siempre parece estar lejos. Porque el horror no tiene subtítulos. Hoy, mientras tú y yo leemos esto, hay guerras activas en más de una docena de países: Yemen, Sudán, Siria, Myanmar, Somalia, Libia, República Democrática del Congo, Haití, Mali, Etiopía, Gaza. Y, sin embargo, el relato global insiste en que vivimos en un mundo “mayormente en paz”. Esa mentira no la inventaron los gobiernos. La sostenemos todos y todas, con cada silencio. Con cada distracción elegida. Con cada “es terrible, pero qué podemos hacer”.
Hemos aprendido a jerarquizar el sufrimiento como quien ordena los titulares del día. Hay guerras de primera categoría: las que afectan a potencias, las que arrastran a Europa, las que tienen cobertura en tiempo real y generan tensión diplomática. Luego vienen las de segunda: las que fueron portada un tiempo, pero ya no interesan. Y finalmente están las guerras de tercera, que ni siquiera llamamos guerras: las crónicas, las africanas, las que no conmueven, las que nadie pronuncia correctamente. ¿Quién decidió ese ranking? ¿Con qué derecho? ¿Cuáles son los principios para valorar un muerto más que otro?
Hay criterios, aunque nadie los admita: proximidad geográfica, idioma, valor económico de la región, interés estratégico, potencial migratorio. ¿Duele decirlo? Pues sí. Pero es más obsceno callarlo. Porque ese ranking define qué vidas merecen luto y cuáles no. Qué conflictos generan condenas internacionales y cuáles no existen para la conciencia global. Es racismo estructural. Es neocolonialismo emocional. Es una forma perversa y elegante de violencia.
Y tú, nosotros y nosotras, lo has incorporado sin notarlo. Lo ves cuando un atentado en París te paraliza, pero uno en Mogadiscio ni siquiera te aparece en el algoritmo. Cuando hablas de “la guerra” y te refieres automáticamente a Ucrania, olvidando que hay familias bombardeadas todos los días en Yemen desde hace años. Cuando asocias “refugiado” a sirios que huyen, pero no a congoleños que huyen de milicias con machetes, ni a palestinos que han nacido y muerto sin tierra. Cuando sientes que no puedes más con las noticias, pero no te preguntas qué sienten los que no pueden apagarlas.
No es que no haya información. Es que has aprendido a sobrevivir a costa de no verla. El mundo digital te da todo lo necesario para enterarte y todo lo necesario para no hacerlo. Y has elegido, como muchos y muchas, pasar de largo. No por maldad, sino por un mecanismo de defensa disfrazado de rutina. Pero esa omisión ya no es inocente. La indiferencia, en este tiempo, es una decisión política.
¿Quién hace que estas guerras sigan? Los fabricantes de armas, sí. Los gobiernos hipócritas, sí. Pero también tú, que no exiges que tu país deje de vender municiones. Tú, que votas sin preguntar por la política exterior. Tú, que normalizaste un mundo donde la violencia ajena es parte del paisaje. Tú, que no compartes una causa porque “nadie le va a dar like”. Tú, que dejaste de mirar.
El pacifismo no puede ser una etiqueta ni un eslogan. Tiene que doler, moverse, incomodar. Ser pacifista hoy no es cantar “give peace a chance”; es desarmar el discurso que justifica la jerarquía del dolor humano. Es negarse a aceptar la ficción de que hay guerras necesarias o pueblos prescindibles. Es entender que la paz no es ausencia de ruido, sino presencia de justicia. Y que la primera injusticia es esta: creer que hay muertos que no importan.
Tal vez este texto no cambie nada. Pero si logra que al menos una persona se incomode, mire, hable, investigue, proteste, recuerde... entonces habrá hecho lo que los grandes medios ya no hacen: romper el muro de la indiferencia.
Porque el mundo no solo está en guerra. Está en guerra y tú, nosotros y nosotras, decidimos no hacer nada. Pero aún estás a tiempo de cambiar eso. Y si no lo haces, al menos no digas que no sabías.