Las guerras no siembran las semillas del odio, lo injertan de forma directa. Durante el verano de 1996 me encontraba viendo un partido de waterpolo con un adolescente bosnio que había sido acogido temporalmente por una solidaria familia de mi pueblo (Casas Ibáñez, Albacete). No entendía muy bien las reglas disciplinarias de este deporte, pero intuía que cuando un jugador sumergía su cabeza en el agua de forma prolongada era porque lo estaban hundiendo. Tras un lance aleatorio al poco de comenzar el partido, Djenan aseveró: “odio a los croatas”. Comprendí perfectamente que no se refería al juego de los incansables nadadores. Las heridas de las recientes guerras yugoslavas estaban muy recientes y habían sido cáusticas, generacionales.
En ese mismo campeonato olímpico participó una joven selección ucraniana que quedó en la última posición de su grupo, una metáfora de la dificultad que tienen los jóvenes estados cuando comienzan su andadura en solitario, también en el deporte. De forma particular cuando tus vecinos y potencias imperialistas no superan el pasado o anhelan restablecer situaciones de poder pretéritas.
A España también le ocurrió durante el siglo XIX tras la emancipación de las colonias continentales americanas. Entonces las élites rectoras tomaron la decisión de no reconocer a las jóvenes repúblicas, proceso que se alargó durante varias décadas. En el ínterin, se sucedieron proyectos para entronizar a candidatos afines, endebles propuestas para intentar restablecer la dominación colonial o acciones de guerra como los bombardeos de Valparaíso (Chile) y Callao (Perú) mediada la década de los sesenta. Los móviles de estos continuos conflictos fueron variados: la muerte de españoles residentes, el cese del pago de la deuda o la apropiación por parte de la antigua metrópoli de un archipiélago guanero en el Pacífico. Todos ellos fueron concebidos como atentados contra la dignidad nacional.
España había conseguido salvar las colonias de Cuba y Puerto Rico, posesiones que se revalorizaron como poderosos enclaves azucareros trabajados con mano de obra esclava africana. Las boyantes haciendas de estos territorios insulares permitieron sufragar muchas de estas intervenciones en Latinoamérica que mantuvieron viva la amenaza de los “godos”, como se denominó despectivamente a los españoles desde los diarios sudamericanos.
Esta estrategia compulsiva, y la posesión de las colonias antillanas, cerraron la puerta a otra política exterior impulsada por sectores del liberalismo progresista, conocida como estrategia panhispanista. En síntesis, pretendía dejar a un lado los anhelos neoimperialistas, reconocer a las jóvenes repúblicas y establecer acuerdos comerciales similares a los firmados por Francia e Inglaterra. Prim fue uno de sus principales valedores. Había presenciado la Guerra de Crimea de 1853 y los combates de la Guerra de Secesión norteamericana. Previamente había ordenado la salida de las tropas españolas de México en 1862, conflicto que finalizaría con el sonado fusilamiento del emperador austriaco apoyado por Francia. Más tarde, el de Reus sería asesinado en 1870 cuando pretendía tomar medidas desde el gobierno en Madrid destinadas a la abolición de la esclavitud en las colonias antillanas, para que los africanos sacasen la cabeza del agua como un trabado jugador de waterpolo. Veremos si los árbitros del actual conflicto bélico permiten que Ucrania coja también oxigeno antes de que Rusia, jalonada por pulsiones y traumas imperialistas pasados y presentes, la ahogue definitivamente imponiendo sus propias reglas del juego.
Juan Antonio Inarejos Muñoz, profesor Titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha