El Castellano del 12 de abril de 1928 se hacia eco del potencial que la Basílica de Santa Leocadia o Ermita del Cristo de la Vega podía tener en la conformación de la identidad no sólo local sino también nacional, identificando a este símbolo religioso como la “fuente de todas las tradiciones” toledanas y relacionando su significado con una importante conjunción Iglesia-Estado que ubicaba a la imagen y su entorno en la base ideológica del poder:
“(…) testigo de nuestros hechos y nuestra historia, de la fe de Recadero, de la unidad de España, de la lucha contra los moros, de la Imperial ciudad, infundió valor en batallas como Navas de Tolosa, el triunfo de la Cruz en Granada por los Reyes Católicos, descubrimiento de América para llevar la fe, testigo de lo que España y sus Reyes hicieron en Europa por defender su religión y librarla de elementos contaminantes, y testigo también del decaimiento del espíritu y la nueva resurrección que el pueblo de Toledo, al frente de su Prelado, porque resurjan las tradiciones religiosas de sus mayores, como esta del Cristo de la Vega, que es la fuente de todas”.
A través de esta publicación y posteriormente desde otras como el El Alcázar, puede hacerse un productivo seguimiento sobre la reinvención de la identidad toledana desde los inicios hasta finales del siglo XX, utilizando aquellas imágenes, lugares o mitos que podrían servir para abastecer a ese corpus ideológico del poder de grandilocuentes y populistas discursos con los que generar un sentimiento de pertenencia toledanista y nacional. Con esa intención, se genera un fuerte movimiento “resucitador” de tradiciones que alimenten la imagen de una ciudad grandiosa en su pasado: “ha llegado la hora de resucitar nuestras glorias, de trabajar por el engrandecimiento de Toledo, y nadie que siente y la ame, puede de ello excusarse”.
Ubicar al mismo tiempo la pérdida y la unidad de España en la Vega Baja, situar templos y monasterios con advocaciones claves para la conformación de un cinturón protector límitrofe para urbe, generar itinerarios de conexión sagrados entre el espacio intramuros y el extramuros… Todo ello no ha ocurrido porque sí. La Vega Baja siempre ha proporcionado valores y elementos clave para la conformación de la identidad toledana, que significativamente también se encuentra imbricada con la identidad nacional.
Durante las 'I Jornadas Comunitarias Diálogos en Vega Baja', Rebeca Rubio, decana de la Facultad de Humanidades, expresó: “Tenemos una Vega Baja visigoda porque antes existió una Vega Baja romana”. En cambio, a lo largo del tiempo, los diferentes poderes de la ciudad han mostrado mucho más interés por el pasado visigodo que por el romano.
Quizás tenga algo que ver que el mundo romano se identifica con lo pagano y en cambio, desde lo visigodo, podemos encontrar raíces más claras que conectan Iglesia y Estado en un mismo universo legitimador del poder. No obstante, en esa tendencia hacia la adoración por las ruinas o vestigios del pasado, en esa cosificación de la Historia como elemento que proporciona identidad, tampoco se han hecho ascos a la importancia de la Toledo romana, puesto que cuanto más lejos pudiéramos llevar en el tiempo nuestra grandiosidad, mejor que mejor. Pero más importante que el criterio de la antigüedad, proporcionado por la existencia de restos anteriores a la época romana, ha sido el de la búsqueda de la continuidad en el tiempo de una communitas desde la que identificar rasgos o características comunes. Y esa comunidad quiso ver sus inicios en los visigodos, y desde este origen común se ha ido reinterpretando a esta etapa histórica como nuestra propia “cuna”, el punto de partida desde donde incluso establecer algo similar a un linaje o estirpe verdaderamente toledana. En ese concepto de comunidad continuada además, no tenía cabida la idea de diversidad cultural como algo positivo o enriquecedor sino más bien como un riesgo contaminante.
Esta línea discontinua en nuestra genealogía colectiva que ha pasado por paréntesis a olvidar, nos habla de esa necesidad existente en nuestra ciudad de contar con la evolución histórica de la urbe como principal soporte de nuestro sentido de pertenencia. Pero como sabemos, los componentes elegidos en la construcción de esa narrativa no es casual ni objetiva. Los historiadores locales han formado parte de un contexto sociocultural concreto desde el cual han ido construyendo sus relatos, a partir de componentes también contextualizados.
La Historia se ha solido hacer siempre así: desde las élites y como producto de diferentes intereses excluyentes tanto locales como nacionales. Actualmente, a pesar de habernos liberado en gran parte de esta tendencia a observar los acontecimientos únicamente desde las lógicas del poder, las narrativas se encuentran fuertemente enraizadas dentro de un mundo globalizado donde el capital manda y el sistema económico vertebra las decisiones políticas apelando al mercado o a lógicas desarrollistas como verdades incuestionables similares al pensamiento religioso predominante de antaño.
En este contexto, ¿qué representan los visigodos para el Toledo de hoy? ¿Qué sabe la gente sobre ellos? ¿Seguimos teniendo la necesidad de conformar una identidad común constituida en torno a criterios de continuidad? ¿Esos criterios o valores de continuidad son los mismos hoy que los del siglo pasado, o con anterioridad? Resulta muy interesante analizar los diferentes componentes que conforman este panorama actual, en donde confluyen multitud de intereses, particulares, generales y, del propio sistema de construcción del conocimiento.
Por un lado, actualmente la historia de la ciudad supone su principal elemento generador de identidad, que además coincide con la cosificación de dicha historia desde un punto de vista mercantil, suponiendo el turismo un pilar básico económico -aunque no únicamente, también de estatus o posicionamiento internacional-. Como garantes de este valor histórico y patrimonial, contamos con numerosos colectivos, profesionales e instituciones especializadas, desde donde se está realizando una importante labor de defensa de los restos arqueológicos y el paisaje protegido de la Vega Baja. Pero a pesar de ello, la lógica económica se suele imponer frente al valor patrimonial o paisajístico o, en el mejor de los casos, se reflexiona sobre la explotación mercantilista de esos bienes dentro de un posible uso turístico.
Pero, ¿qué conocemos sobre este entorno y desde dónde -y con quién- se ha ido construyendo este conocimiento? Quizás sea complicado pedir a determinados sectores sociales que conozcan y valoren el inmenso valor de un entorno que les resulta completamente ajeno. Y esto ocurre por algo muy sencillo: no se ha producido un verdadero conocimiento científico enfocado hacia la construcción y definición de un bien común por encima de los intereses particulares. Seguimos enfrascados en la veneración superficial a nuestra historia como fuente de poder, bien sea económica o de estatus -por la situación de privilegio que nos otorga defender un patrimonio poco conocido o exclusivo-. Así es como el territorio ha pasado de ser empleado por las élites como fuente de poder representativo de toda la sociedad, a ser defendido de forma fragmentada (y a veces enfrentada) por minorías que vienen a representar el escaso conocimiento histórico y patrimonial del entorno.
A veces, observar como se combinan en los discursos las necesidades de anulación del 'otro' con la pretensión de proclamarnos los únicos y verdaderos defensores del patrimonio o de su verdad, nos confirma esta falta de entendimiento profundo sobre lo que nuestra legislación expresa claramente: nos pertenece a todas las personas y no sólo a unos pocos. Precisamente por ello hay que ejercer esta obligación de protección y preservación otorgando el derecho a todas a conocer, dialogar, extender y generar conocimiento compartido sobre dicho patrimonio, material e inmaterial, desde todas las miradas posibles.
La Vega Baja ha mantenido activo, de forma intermitente, el conocimiento sobre determinados valores históricos de sus restos y templos mientras existían intereses locales por vincular sus significados con su sentido de pertenencia. Los visigodos y los símbolos sagrados que allí permanecían ubicados en la memoria colectiva, resultaban claves para esa identidad, y por ello había que mantener intacta nuestra Vega Baja: para recordar que sobre ella construimos lo que somos y lo que no somos, nuestra propia consideración de comunidad, lo correcto y lo impúdico o contaminante.
Hoy en día, los visigodos en cambio no dejan de ser unos grandes desconocidos para la sociedad civil actual, desde donde únicamente los eruditos o especialistas se sienten apelados a defender sus vestigios del pasado. Mientras la gente de a pie se plantea: ¿por qué debo implicarme en la puesta en valor de la dimensión arqueológica asociada a los visigodos? Más aún, cuando se confía en la existencia de una legislación protectora que en cambio, como sabemos, puede convertirse en un terreno bastante tramposo.
En las jornadas comunitarias, donde por primera vez se escuchó no sólo a los técnicos o al conocimiento especializado universitario, sino también a los colectivos vecinales y movimientos ciudadanos, asociaciones educativas y culturales, a nuestra infancia y a entidades sociales, se dieron “lecciones” contundentes que expresaron que “lo nuevo y lo viejo” deben dejar de estar reñidos en los nuevos planteamientos para con este entorno; que las necesidades de espacios verdes en nuestra ciudad son tan apremiantes que se hace fundamental contar con un proyecto que unifique la defensa del patrimonio arqueológico y paisajístico con la creación de un “nuevo gran parque con árboles no únicamente en la nueva senda, sino en todo el espacio de la Vega Baja”.
Porque el interés general de la actual ciudad quizás sea construir un nuevo sentido de pertenencia más inclusivo que vincule inevitablemente el valor histórico y etnográfico con la sostenibilidad arqueológica y medioambiental. Con este gran pulmón verde, nos podríamos asegurar que el paisaje es ciertamente un patrimonio de todas y no únicamente de aquellos privilegiados que pueden pagar y tapar este derecho a la contemplación de la belleza generada por el perfil histórico y natural de la ciudad.
Las referencias históricas son eso, referencias. Si hoy no se conocen, emplean o resignifican, es porque no hay fuertes intereses locales sobre ellas. Pero estos intereses se pueden promocionar y reinventarse como siempre se ha hecho y convertirse en nuevas estrategias de conexión de la ciudad con este espacio, generando nuevos vínculos sociales y oportunidades de aprendizaje sobre nuestra propia evolución histórica.
Mantener viva nuestra memoria colectiva puede convertirse en una magnífica oportunidad para evitar caer en los mismos errores históricos: buscar criterios de “pureza” en la continuidad en nuestra comunidad y expulsar de ella a todo aquello que desde la ignorancia se observaba como peligroso o contaminante, no es un punto de partida coherente ni defendible desde nuestros principios constitucionales. Los visigodos, los romanos y todos los pueblos anteriores que residieron en este territorio, las diferentes realidades sociales que lo continúan haciendo y que lo harán en el futuro, son igual de válidos e interesantes… Además hoy la ciencia nos ha abierto los ojos para aclararnos que la mezcla y los movimientos migratorios han sido y son no sólo naturales sino también deseables para la evolución y desarrollo de todas las sociedades.
Y sobre todo, tener en cuenta que para generar un nuevo proyecto de ciudad que incluya una Vega Baja viva y socialmente fértil, es necesario avanzar con nuevos planteamientos más democráticos y plurales que cuenten con todas las miradas y actores. Sabiendo como sabemos, que la diversidad ya no es un factor peligroso sino fundamental para nuestra identidad actual, tal y como se expresó en la mesa de ciudadanía: “La Vega Baja estará viva si toda la vecindad de Toledo quiere que esté viva”.