El 5 de agosto de 1911 en El Castellano se publicó un sugerente artículo que mostraba el conflicto existente entre aquellos que pretendían efectuar una reforma urbana en el Casco Histórico frente a aquellos que se resistían a tales cambios. Alguno de estos últimos, lanza como posibilidad la Vega para expansión de una nueva ciudad: “Si se quiere una Toledo nueva, con fuentes monumentales, obeliscos y estatuas, ahí está la dilatada Vega brindando nuevos solares. Impúlsese la ciudad hacia fuera (...)”.
A continuación, el articulista expone la importante trayectoria histórica de este lugar, demostrando que el terreno era bien digno para la expansión de la vieja urbe. Lo que se plantea aquí sigue vigente en la actualidad: por un lado, se trata de un terreno por explorar para la expansión natural de la ciudad. Por otro, tiene una fuerte carga histórica, la suficiente como para que se cuestione un uso enfocado hacia el futuro que no ponga en primer término la defensa de su pasado.
Desde entonces no ha cesado el debate. Y mientras se polemiza sobre hasta qué punto hay que defender a las piedras como vestigios de un pasado glorioso, una gran zona urbana de enorme accesibilidad y potencialmente viva permanece muerta para muchos. La ciudad de Toledo lleva siglos utilizando este lugar para diferentes usos, pero detrás de todas estas prácticas siempre se ha escondido lo mismo: una lucha entre lo popular y lo ortodoxo, lo sagrado y lo profano, la vida y la muerte. Entre las clases altas que ostentaban la representatividad de la urbe, y el pueblo llano -e incluso minorías socioreligiosas que en ocasiones se han enterrado allí-, que establecía sus prácticas vinculadas al territorio a base de significados más mundanos o de “andar por casa”, con los que relacionarse con un espacio a veces olvidado y otras exaltado por las clases dirigentes con fines de dominación u ostentación del poder .
Lo de siempre, vamos. Un mecanismo más con el que construir relaciones de poder: a través de símbolos, de sus espacios, y de la conformación de identidades colectivas inclusivas y exclusivas íntimamente relacionadas con categorías como clase social, etnia, edad o género. En un lugar que siempre ha portado una gran cantidad de significados para el centro urbano y que por ello ha sido utilizado a lo largo del tiempo, con diferentes significados tanto por las élites como por las clases sociales más desfavorecidas. En esta pugna o dialéctica social, finalmente se han terminado imponiendo aquellos colectivos y valores sociales que representaban la propia imagen de la ciudad del momento, predominantes, en donde los colectivos en desventaja social apenas tenían nada que decir o que aportar al relato portador de esa identidad colectiva representada por las élites de la ciudad.
Y así la Vega Baja ha ido aportando desde el inicio de la ciudad un universo simbólico de gran valor a cada etapa histórica de la urbe, sobre todo a partir de la llamada Reconquista, momento a partir del cual los diversos espacios sagrados allí ubicados y figuras como Santa Leocadia y San Ildefonso resultaban claves en la construcción de una identidad “reconquistada” que pretendía borrar del mapa el periodo musulmán. Esta pugna legitimadora de intereses y posiciones entre dominantes y dominados se ha materializado en este espacio a través de la literatura, los mitos y leyendas, la deformación manipulada de la historia de la ciudad, la exaltación de sus ruinas como glorias románticas dignas de evocación… Es decir, la Vega Baja ha supuesto un verdadero microcosmos que supone un ángulo perfecto desde el cual efectuar un seguimiento completo de todas las etapas significativas para la construcción de la identidad toledana. Un maravilloso texto del siglo XVIII sobre este espacio nos permite ver un ejemplo de cómo conjugar categorías espaciales con sentido de pertenencia y exclusión:
“Oh, terreno feliz, el que ocupa la Basílica de Santa Leocadia fuera de los muros de esta ciudad, pues en él se celebraron los principales concilios, y en su distrito tuvieron sus conferencias, tan celebres Doctores y Santos, para asegurar en España y fuera de ella la feé! Qué ribera de Taxo tan dichosa que mereciste la fortuna de que en ti pisasen tan sabios maestros de nuestra Religión, y esclarecidos santos comunicando entre si a las Aguas de tu Rio las materias mas graves de la feé, y los medios de estirpar de estos Reynos la Heregia de Arrio, y otros errores, haciendo del recreo virtud y sacando moralidad de las aguas para purificar las que deven beber los fieles en los puros manantiales de la Doctrina de Nuestro Redemptor”.
De forma más reciente, por centrarnos en el pasado más cercano, la identidad de la ciudad de Toledo se conforma especialmente a través del valor de su propia historia: monumentos y restos arqueológicos como protagonistas de un pasado que posiciona a Toledo en un lugar especialmente privilegiado en el mundo. Podemos decir incluso que para el sector turístico, la historia se ha cosificado como fuente de poder (e ingresos). Desde este contexto que otorga una posición de privilegio a la ciudad con respecto al resto de ciudades – no perdáis la ocasión de leer a Julio Caro Baroja sobre la falsificación de la historia o a nuestro querido Fernando Martínez Gil, sobre el papel de los cronicones en esta competición ilimitada entre las ciudades por poseer más y más hechos manipulados o falsos con los que dotar a sus urbes de un mayor prestigio-, el componente clave para la construcción de la identidad toledana es su Historia. A través de ella, de sus costumbres y tradiciones, esta comunidad vuelve a revivir y a resignificar de forma circular su sentido de pertenencia a un origen común que ha ido construyendo también relatos comunes a lo largo del tiempo.
En estos relatos, los historiadores y/o amantes de la Historia de Toledo han venido representando y defendiendo bastante bien el patrimonio histórico de la ciudad de Toledo. Y se ha venido haciendo como un ejercicio de ese poder que ostentan, puesto que defienden el componente o ingrediente clave en la conformación de la identidad toledana: su Historia, aquello por lo que desatacamos en el mundo y miles de turistas nos visitan. Esto es muy necesario y por ello debemos seguir alentando a este colectivo en esta defensa particular, al igual que un médico u otros especialistas sanitarios deben preocuparse y ocuparse de la salud pública de una comunidad. Aunque también es cierto que la Salud (con mayúsculas) no sólo depende de factores biológicos sino también psicosociales, por lo que es necesario contar con otras miradas para abordar de forma más integral aspectos relacionados con la salud individual y colectiva.
Por ello mis preguntas son las siguientes: ¿queremos que la identidad de Toledo dependa tanto y únicamente del valor que supone su Historia? ¿Por qué prevalece aún hoy este predominio de lo histórico por encima de otros posibles valores que una ciudad viva en el siglo XXI podría añadir? ¿No podrían buscarse fórmulas en donde se construyan de forma consensuada e interdisciplinar nuevas opciones de vida para la Vega Baja, donde tenga cabida el respeto ineludible por nuestro Patrimonio al tiempo que se apueste por un terreno vivo y fértil socialmente? ¿Tan escasos andamos de creatividad en Toledo que no somos capaces de diseñar respuestas que combinen lo correcto desde el punto de vista patrimonial con lo deseable desde el punto de vista social o económico?
Como humanista y antropóloga aplicada, considero que existen muchos retos sociales para el Toledo de hoy, con residentes y problemas reales en sus diferentes y diversos barrios, que sobrepasan con mucho la defensa del patrimonio histórico y arqueológico. Y que en esa nueva construcción de ciudad hay muchos otros profesionales, ciudadanía y ámbitos que deben intervenir y aportar en ello para llegar a definir lo que es mejor para todos y todas. Por ejemplo, urbanistas, arquitectos, ingenieras, artistas, trabajadores y educadoras sociales, antropólogas, docentes y un largo etcétera de personas y vecindad que pueden jugar un papel importante en la posible dinamización de una zona hasta ahora paralizada en su desarrollo. Desde donde hay muchas otras claves a tener en cuenta además de la priorización de la preservación patrimonial.
Debemos contar con todo ese conocimiento compartido que poseemos como comunidad global, y que nos habla de lo que ocurre en nuestra ciudad actual, que está viva, y que requiere de respuestas también vivas que doten a este territorio de nuevos significados. Lo nuevo y lo viejo podrían convivir perfectamente en un mismo espacio, es cuestión de voluntad querer hacerlo. Estaría muy bien además que en este siglo XXI los colectivos que han sido los dominados o excluidos de la historia puedan tener un papel más activo, ocupando lugares diferentes a los otorgados hasta ahora en la construcción de nuevas identidades más inclusivas.
Sólo así podremos evitar que nuestra Vega Baja deje de identificarse con imágenes muertas, tales como esa vieja descripción de Pedro Muñoz Molina que nos presenta este espacio como “la feliz campiña inalterada, abandonada por el tiempo, sobre la cual la ciudad ha ido decayendo a lo largo de los siglos y con ella su afortunada antigüedad”.
Isabel Ralero Rojas
Doctora en Antropología Social, Humanista y Mediadora Comunitaria