Existen numerosas evidencias documentales que nos hablan de esa fuerte tendencia a conectar nuestra Vega Baja con las clases dirigentes de la ciudad, civiles o religiosas. Tanto en su dimensión sagrada, ubicándose a lo largo y ancho de este lugar algunos templos muy significativos para la identidad toledana, como en su dimensión lúdica o contemplativa. Otro texto interesante en este sentido lo aporta Martín Gamero en su obra Los cigarrales de Toledo, en 1857:
“Al clero, por lo tanto, se reservaba, como hoy, en las poblaciones civilizadas a los nobles y poderosos, la parte más principal de la ciudad para su morada y recreo. Así se explica cómo el suburbio o arrabal de Toledo, sin duda en esta época lo mejor y más apetecible de la corte, se fue poblando en poco tiempo de los más notables monumentos (…). ¿Qué extraño puede ser, que allí donde se levantaron los más principales templos del cristianismo, cerca de la Basílica de Santa Leocadia y en sitio tan pintoresco y recreativo, fijasen su residencia y albergaran de continuo los Eugenio, los Julianes y los Réflex, dignos antecesores de los Mendozas, Cisneros y Taveras… Contribuyen a afirmarnos que en tiempo de los godos, si ya no existían esas posesiones á que llamamos Cigarrales, las afueras de Toledo agradaban tanto por su amenidad, cuanto pueden suspender ahora el ánimo en sus rústicas bellezas (…).
No obstante, y a pesar de estos fuertes movimientos de poder que siempre se han apropiado de este territorio a lo largo de la historia para sus propios usos, como decíamos también en la primera parte de este artículo publicado hace unos días, el pueblo ha podido mantener su propia relación con un terreno sagrado y profano al mismo tiempo, creando sus propias interpretaciones y apropiaciones de lo ortodoxo hacia lo popular, sus prácticas asociadas a los ciclos vitales y festivos… Una antigua coplilla por ejemplo, referida a las romerías de los Reviernes del Cristo de la Vega decía así: “A la Vega del Cristo van las mocitas, a la Vega del Cristo, que no a la ermita”.
¿A quién o a quiénes pertenece el pasado de una ciudad y sus vestigios?
Todo ello ha sido posible dentro de un proceso histórico que ha ido variando sus valores y percepciones del entorno, así como sus propios actores y los protagonismos que se han ido sucediendo desde el inicio de la ciudad hasta la actualidad. Un presente que ha visto modificado su entramado social evolucionando desde una sociedad estamental tradicional hasta llegar a una democracia representativa fundamentada en unas bases ideológicas de igualdad de oportunidades a pesar de mantener diferencias sociales relacionadas con la clase social, el género, la edad, la procedencia, etnia o religión. Para comprender el papel que espacios históricos y paisajísticos como la Vega Baja pueden cumplir en este contexto actual hay que partir de algunas preguntas muy básicas que en principio ya resuelve nuestra legislación, pero que pueden ayudar a redefinir cuestiones que damos por hechas: ¿a quién o a quiénes pertenece el pasado de una ciudad y sus vestigios? ¿Quién debe ostentar el derecho a utilizarlos o a generar nuevas narrativas sobre ellos? ¿Qué mecanismos necesitamos articular para garantizar el derecho de las comunidades a vincularse con todo aquello que representa su propio pasado?
Estas preguntas cobran especial interés si tenemos en cuenta además que nos encontramos en una ciudad Patrimonio de la Humanidad y que se cuenta con un marco legal general y específico que en gran parte define y limita sus propios usos. Pero desde las instituciones o los propios ámbitos académicos que se ocupan de velar por ello es común pensar que, al ser esto así, cualquier intervención debe ser decidida, diseñada, planificada y ejecutada por una administración pública o privada especializada que, además de llevar a cabo todos los eslabones del proceso de investigación y manejo de este patrimonio, cuenten con la comunidad local como receptora final para la que se trabaja.
Pero la propia Arqueología ya nos habla de la necesaria vinculación social, desde el inicio, a las comunidades en las que se llevan a cabo dichas intervenciones. Sabemos además que una efectiva y diversa participación social vinculada a los proyectos arqueológicos aumenta mucho más el número de beneficios y de beneficiarios. De esta forma, ampliando la participación de los actores residentes y profesionales en el propio proceso, y comprendiendo la alta incidencia que un proyecto de este tipo puede tener en el bienestar social de la comunidad, dejamos mucho más claro aún el significado que existe tras el concepto de patrimonio arqueológico o cultural: que estos bienes y sus entornos inmediatos pertenecen a la comunidad en toda su diversidad.
Desde esta perspectiva que legitima el propio valor patrimonial a proteger y estudiar como algo de todas y para todas, no sería posible tomar decisiones, planificar o comenzar a gestionar estos espacios sin involucrar a esa sociedad en su conjunto en todas las fases del proceso. Ello supone tener que repensar la manera en la que se genera ese nuevo conocimiento y las necesarias alianzas corresponsables en su protección, difusión y disfrute. ¿Cómo haremos eso si no hemos incorporado en el proyecto las inquietudes que los ciudadanos de Toledo, en su amplia diversidad, tienen con respecto a la utilización de este espacio? ¿Cómo vamos a generar un proyecto para la comunidad pero sin la comunidad?
La necesaria relación entre participación social, espacios urbanos y restos arqueológicos
En la mayor parte de las decisiones tomadas hasta ahora con respecto al destino de la Vega Baja no ha existido una suficiente comprensión de la necesaria relación entre participación social, espacios urbanos y restos arqueológicos. Esto ha pasado porque estamos acostumbradas, como en otras muchas cosas, a ubicar a la ciudadanía como mera consumidora de bienes y servicios, propiciando poca afinidad hacia estos lugares que terminan siendo “poseídos” por el Estado o que se utilizan para reforzar políticamente una identidad histórica común. Si además, convertimos esos lugares en espacios prohibidos o poco accesibles, objeto de una explotación turística externa, finalmente terminamos afianzando una relación distante, fría y completamente ajena entre sociedad y patrimonio que imposibilita la construcción de nuevas narrativas locales con respecto a esos espacios históricos.
En cambio, se cuenta con suficientes experiencias como para saber que según se aumenta la participación social en los procesos tanto de investigación como de manejo de ese patrimonio, modificando radicalmente el papel de la comunidad de receptora a copartícipe, la calidad y funcionalidad de los proyectos cambian tanto en su organización como en la percepción que la sociedad tiene de ellos. Pero esto no ha ocurrido en la planificación institucional para esta vega occidental: se han manejado ideas y proyectos que no han partido de procesos participativos y multidisciplinares, que no han sabido incorporar de forma global intereses, inquietudes y miradas diferentes. Finalmente, esta falta de vinculación social amplia y diversa, unida además a intereses económicos particulares ajenos al valor patrimonial, culminó con una definición administrativa que tampoco ha servido para avanzar en su preservación, mejora y disfrute de todos los toledanos. Al contrario. Ha servido para delimitar y vallar un territorio considerable dentro de la Vega Baja, controlando su acceso, transportándolo a una especie de “limbo espacio-temporal” o terreno de nadie y convirtiéndolo en “objeto de discordia social”. Y estos años de vacío y paralización no han pasado en balde. Se ha generado una gran frustración comunitaria, un gran dolor de la ciudad para con la Vega Baja, motivo por el cual este tema casi se ha convertido en un fuerte tabú político que nadie quiere abordar.
La Vega Baja permanece inalterable porque su inaccesibilidad y falta de definición impide que se genere una nueva relación entre la ciudadanía y este entorno. Una relación que favorezca nuevas percepciones y emociones, que dote al espacio de nuevos significados. También porque se carece de información sobre su situación presente y futura, sobre cuál podrá ser el papel de las siguientes generaciones en su dinamización, conservación o gestión cultural. Sin información y comunicación clara no podemos vincularnos de ninguna forma con un lugar tan primordial como éste para la ciudad de Toledo.
Es por lo tanto fundamental que antes de que nuestras instituciones vuelvan a diseñar o a generar otro proyecto urbanístico o arqueológico para la zona sin contar con la sociedad toledana en su conjunto, tengan en cuenta los daños que todos estos años de “limbo” han ocasionado. De ahí la importancia de regresar a un nuevo principio deseable que permita resignificar positivamente este espacio con un Plan de Vinculación Social para la Vega Baja en donde de forma interdisciplinar y participada se puedan recoger las diferentes visiones, inquietudes y posibles proyecciones para su futuro. Ejerciendo, desde el momento histórico actual en el que nos encontramos, una democracia real y viva que nos ubique no como público consumista sino como actor implicado con un importante papel que cumplir. Para hacerlo, hay que poner al alcance de la ciudadanía toda la información existente, así como posibles vías técnicas sostenibles sobre las que dialogar y pactar, para que se pueda aplicar un principio ético fundamental: el patrimonio cultural de una comunidad pertenece a toda esa comunidad, no sólo a una parte de ella. No es un tema que deba trabajarse únicamente desde las clases más pudientes o dirigentes, ni siquiera tan sólo desde los ámbitos científicos expertos, sino desde la complementariedad y la integridad de enfoques y posiciones.
Nuestro papel como profesionales y expertos -desde cada ámbito-, en este proceso sería el de facilitar esas nuevas relaciones pendientes de reconstruir entre nuestra ciudadanía y un entorno tan emblemático y significativo para nuestra ciudad. Nuevos vínculos que permitan el desarrollo de un territorio vivo y fértil en un presente que conoce y reconoce su propio pasado. Conociendo cómo y porqué se ha llegado hasta ahí, y sobre todo, hacia dónde vamos.
Isabel Ralero Rojas, doctora en Antropología Social, humanista y mediadora comunitaria