En Toledo, el enemigo ya no lleva pancartas ni megáfonos: lleva asa y barro. Un botijo. Ese es, según la extrema derecha toledana, el nuevo terror que acecha al progreso. Lo dijo Florentino Delgado, concejal de Vox: "Ocurre que cuando aparece un botijo, se termina parando la obra". Sin embargo, afirmaba que el circo romano está abandonado. Y se quedó tan ancho. En una sola frase logró lo imposible: convertir un trozo de barro en amenaza y, de paso, colarnos dos falacias. La causal, porque insinúa que la arqueología detiene el desarrollo. Y la falsa equivalencia, al contraponer un hallazgo doméstico con un monumento imperial, como si el valor patrimonial dependiera de la visibilidad, grandeza monumental y potencial turístico, de aquello que puede dar beneficio. Pero ahí tenemos al supuesto 'verso suelto' de Vox, cuya independencia no es ideológica: sino de escaparate.
Como afirma Byung-Chul Han en El aroma del tiempo: estamos ante un capitalismo incapaz de hacerse cargo de lo que no genera un beneficio inmediato. Y, como dice Pérez-Reverte, "la ultraderecha tiene desgraciadamente mucho futuro en Europa". Toledo lo confirma. Basta ver el último pleno para entender el nivel. Florentino y los suyos siguen empeñados en sacar adelante -a codazos y sin aval académico ni respaldo ciudadano- la genialidad de su legislatura: un teleférico sobre el Valle. Un capricho que convertirá un paisaje UNESCO en circo. Detrás, la cantinela de siempre: la falacia de apelación a las consecuencias - "si da dinero, es bueno"- y la falacia del argumento ad novitatem -"hay que adaptarse a los tiempos"-. Y lo peor no es solo la chulería. Tampoco su falta de coherencia al prometer "recortar gastos superfluos" para luego formar parte de un gobierno que se inventa una "Concejalía del río Tajo". Lo peor es su impunidad; pues, para imponernos su progreso, deben situarse fuera de todo margen legal: desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos; pasando por la Constitución Española; la Ley 16/1985 del Patrimonio Histórico Español y la Ley 4/2013 de Patrimonio Cultural de Castilla-La Mancha; hasta el Convenio Europeo del Paisaje (Florencia, 2000), el Convenio de Faro del Consejo de Europa (2005) y el Plan Nacional de Arqueología (2025).
Pero nada, lo mismo les da un paisaje que un yacimiento; todo sea por su rentabilidad. Por eso, al hablar de Vega Baja, repiten patrón, aunque, ahora con puñal incluido. Hasta hace nada -antes de dar el salto al Ayuntamiento- la entonces portavoz del grupo, María Ángeles Ramos, afirmaba: "Vega Baja es uno de los mayores yacimientos arqueológicos de Europa". Hoy, todo ha cambiado, y Florentino afirma: "Echamos cuatro camiones de piedras y decimos que en Vega Baja tenemos una ciudad visigoda". Otra frase y otras tres falacias: la de apelación a la autoridad -como si ser concejal le eximiera del conocimiento técnico-; la de apelación al ridículo -al reducir años y años de investigación a "cuatro piedras"-; y la del hombre de paja -al hacer un meme del arqueólogo-. No extraña, viniendo de quien públicamente ya afirma: "Vega Baja está sobrevalorada". La lógica trumpista: sustituir datos por relatos, método por ocurrencia y ley por arrogancia. Y, con ese estilo, y no contentos con el teleférico, Vox pretende ahora coronarse proponiendo una noria panorámica sobre este espacio: "No se ha demostrado en décadas que allí haya nada. ¿Por qué no una noria?" afirma Juan Marín, portavoz de la agrupación ultra. Una frase que no solo exhibe ignorancia, sino una falsedad rotunda: los estudios -avalados por universidades, la Junta de Castilla-La Mancha y el propio Ministerio de Cultura- han documentado un espacio vital para comprender la Edad Media española y europea. Ahora, el botijo -que guarda la memoria de los de abajo: la del que bebía bajo el sol, del que no salió en los libros, del que sostuvo el mundo sin dejar firma- no les interesara, pero los nobles y reyes, sí. Faltaría más. Y si son visigodos, mejor aún. Ahí estuvieron para inhumar con honores a Recesvinto y Wamba "para devolverles la dignidad que merecen". Y yo pensando que la nostalgia por la monarquía goda murió con Franco, el dictador que convirtió a los godos en mito fundacional de una España pura, católica y eterna para justificar ante Hitler su genealogía germánica, y, dicho sea de paso, que también prefería la piedra y lo monumental antes que lo popular y vivo.
Eso sí, cuando quedan al desnudo, recurren a su último refugio: el papel de víctima. El giro clásico del populismo. Tras ignorar la ley, la ciencia y hasta su propia hemeroteca, ellos y sus voceros adoptan el tono de una Dolorosa al sentirse atacados por los "enemigos del progreso". El agresor convertido en ofendido: "No escuches a ese, es un activista"; "Estos ultraconservacionistas se creen los dueños de la ciudad, no quieren que se construya nada"; "O estás con este proyecto o contra el progreso"; "Nos atacan porque queremos lo mejor para la ciudad". Todo un popurrí de falacias: desde la ad hominem, hasta la de falsa dicotonomía, pasando por la de apelación emocional. Pero los hechos son hechos. Y Florentino y Vox son el ejemplo de esa prisa que destruye lo que dice salvar. Se lamentan de que "no hacemos nada por salvar la ciudad", pero en su intento de "reactivarla", la vacía. Minimizan la cultura -"cuatro camiones de piedras"-, odian su norma -"cuando aparece un botijo, se para la obra"- y su patrimonio -"Vega Baja está sobrevalorada"-.
¿Entienden por qué sus políticas neoliberales buscan que la escuela pública esté controlada bajo el mercado y no del conocimiento? ¿Por qué las humanidades y la filosofía, les generan urticaria? Porque no quieren ciudadanos que enfríen el calor de su propaganda. Pero frente a sus derivas, hay otra manera de habitar: la que cuida. Ahí entra el botijo. Cuando la política busca mercantilizar, él recuerda lo básico: que conservar no es que miremos atrás, sino garantizar que tengamos un futuro. Por supuesto, Florentino, el político de las falacias, está en su derecho de reírse del mismo, pero el botijo seguirá haciendo lo que lleva siglos haciendo: enseñar que en lo más simple también cabe toda una civilización. Y quizás por eso molesta tanto: porque, igual que en aquella vieja canción que nació del barro y de resistencia, cada botijo también susurra a su manera un “bella ciao”, una despedida a lo que se pierde y un saludo a lo que aún merece ser defendido.









