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OPINIÓN | La obscenidad de la guerra

"La humanidad está en un punto de no retorno. O elegimos la paz como única política posible, como compromiso absoluto, como deber sagrado, o nos condenamos a desaparecer en un océano de sangre y cenizas"

27/08/2025 Fernando Redondo Benito

Hombre solitario caminando por los escombros de los edificios deruidos de Gaza/ Imagen: Europa Press

La guerra no es un accidente. No es un error de cálculo ni una fatalidad de la historia. La guerra es una decisión. Una decisión tomada en despachos lujosos por dirigentes que jamás pisan el barro de los campos de batalla, por empresarios que nunca verán el rostro de un niño mutilado, por estrategas que reducen vidas enteras a cifras en un mapa. La guerra es la obscenidad más grande que la humanidad ha sido capaz de inventar: un crimen planificado, rentable y sistemático. Y lo más intolerable es que la seguimos aceptando, justificando, normalizando, como si fuese inevitable.

No hay guerra limpia, no hay guerra justa, no hay guerra que merezca ser defendida. Todas las guerras son la misma: niños y niñas enterrados bajo escombros, madres abrazando cadáveres pequeños, comunidades enteras desplazadas, generaciones destrozadas por el trauma. Ese es el paisaje real, el que nunca aparece en los discursos oficiales, el que rara vez ocupa titulares durante más de unas horas. Cada conflicto que estalla en cualquier parte del planeta (en Europa, en Medio Oriente, en África, en Asia, en América Latina) repite el mismo guion: los más poderosos deciden, los más pobres mueren.

La economía de la guerra es la economía de la muerte. Cada bomba tiene un precio, cada fusil un fabricante, cada tanque un accionista que sonríe mientras suben las cotizaciones en la bolsa. No hay misiles sin fábricas, no hay ejércitos sin presupuestos inflados, no hay masacre sin contratos firmados. La guerra es el negocio más rentable del mundo, porque mientras más cadáveres produce, más dinero circula. ¿Cómo explicar, si no, que los presupuestos militares globales superen con creces los recursos destinados a combatir el hambre, las enfermedades, el cambio climático? ¿Cómo justificar que haya más dinero para destruir que para salvar? La verdad es brutal: la paz no da dividendos, pero la guerra sí.

Eso es lo que nos han hecho creer. Nos han repetido hasta el cansancio que la paz es improductiva, que la paz es un estado estático, que la paz no genera beneficios ni crecimiento. Nos han hecho creer que los dividendos de la paz son débiles, invisibles, casi irrelevantes, mientras que los de la guerra son tangibles, poderosos, cuantificables. Pero esa es la gran mentira de nuestro tiempo. Porque los dividendos de la guerra son siempre mezquinos y exclusivos: se concentran en manos de unos pocos fabricantes de armas, de algunos gobiernos que comercian con la muerte, de élites que trafican con la destrucción. Son dividendos que nunca llegan a los pueblos, que nunca mejoran la vida de la gente, que nunca alimentan bocas ni curan enfermedades. Son dividendos manchados de sangre que benefician a accionistas anónimos en despachos blindados, pero que jamás se traducen en bienestar colectivo.

Los dividendos de la paz, en cambio, son inclusivos, expansivos, universales. La paz sí produce beneficios, y lo hace a una escala infinitamente mayor que cualquier industria de la guerra. Un país en paz multiplica su producción agrícola, fortalece sus sistemas educativos, expande sus servicios de salud, atrae inversiones limpias, genera empleos dignos, construye infraestructuras que permanecen. La paz produce dividendos que se distribuyen en todas direcciones: en la seguridad de los niños que crecen sin miedo,

en la dignidad de las mujeres que caminan sin temor, en el futuro de los jóvenes que estudian y trabajan en lugar de empuñar un fusil. Los dividendos de la paz se miden en generaciones que florecen, en sociedades que avanzan, en culturas que prosperan, en humanidad que se expande.

El gran engaño es hacernos pensar que la paz no rinde. ¿Acaso no rinde más un niño que llega a adulto con educación y salud que un niño enterrado bajo los escombros? ¿Acaso no rinde más una comunidad que cultiva su tierra en paz que una comunidad desplazada y despojada? ¿Acaso no rinde más una ciudad que invierte en hospitales y universidades que una ciudad destruida que debe reconstruirse una y otra vez a un costo inconmensurable? Los dividendos de la paz no son para unos pocos: son para todos. Se reparten de manera democrática, alcanzan a los vulnerables, incluyen a los olvidados. La paz enriquece a la humanidad entera, mientras que la guerra solo enriquece a una minoría obscena y criminal.

La política de la guerra es la política del exterminio disfrazada de seguridad. Gobiernos que hablan de libertad mientras cercenan pueblos enteros. Dirigentes que se proclaman demócratas mientras venden armas a dictadores. Líderes que juran proteger a sus ciudadanos mientras los lanzan a la carnicería de los frentes de batalla. El discurso oficial repite palabras huecas como “soberanía”, “honor”, “defensa”, “patria”. Palabras que, una vez traducidas, significan lo mismo: cementerios más grandes, morgues más llenas, escuelas vacías, hospitales arrasados.

El silencio global es también parte de la obscenidad. Los noticieros transmiten imágenes de bombardeos con la misma frialdad con que informan la cotización del dólar. Las sociedades consumen la guerra como si fuera entretenimiento, indignándose unos segundos para luego pasar a la siguiente noticia. Los organismos internacionales se limitan a condenas tibias, a resoluciones que nadie cumple, a reuniones diplomáticas que nunca frenan una bala. Y mientras tanto, los niños siguen muriendo. Nadie que muera bajo una bomba debería ser olvidado en cuestión de minutos, y sin embargo sucede una y otra vez, porque la humanidad se ha acostumbrado al horror.

No se trata solo de los muertos. La guerra deja tras de sí millones de desplazados que vagan por fronteras cerradas, millones de huérfanos que nunca recuperarán a sus padres, millones de jóvenes que crecerán con la memoria del miedo tatuada en su piel. La guerra no destruye únicamente cuerpos: destruye sociedades, destruye culturas, destruye la posibilidad misma de un futuro digno. No existe victoria posible en un campo cubierto de cadáveres. No existe triunfo en un territorio convertido en ruina.

Por eso, el único camino es un alto total, inmediato, sin condiciones. No más treguas parciales que sirven de coartada para seguir matando. No más negociaciones interminables que disfrazan la continuidad de la violencia. No más excusas diplomáticas. La guerra debe detenerse en todas partes, de una vez por todas. Parar las armas, parar la industria que las fabrica, parar los presupuestos que las financian, parar la maquinaria política que las justifica. Parar todo.

La paz no es ingenuidad. Ingenuo es creer que el planeta puede seguir sobreviviendo bajo la lógica permanente de la guerra. La paz no es un sueño romántico, es la única política viable, la única economía sostenible, la única ética digna. La paz no significa ausencia de conflicto: significa presencia de justicia, de igualdad, de respeto. Significa que cada niño tenga derecho a la risa y no al miedo, que cada madre pueda criar en dignidad y no en desplazamiento, que cada sociedad pueda construir futuro y no ruinas.

La paz exige valentía. Valentía para decir que cada presupuesto militar es un presupuesto de genocidio. Valentía para denunciar a los mercaderes de la muerte, aunque se vistan de jefes de Estado. Valentía para interpelar a las sociedades y recordarles que no se puede vivir en paz mientras otros mueren en la guerra. Valentía para gritar que ninguna bandera, ninguna religión, ninguna frontera, ningún poder vale más que la vida de un solo niño.

Ha llegado la hora de un grito unánime, global, irrenunciable: ¡basta de guerra! Basta de niños asesinados, basta de refugiados vagando por carreteras infinitas, basta de madres llorando frente a tumbas diminutas, basta de políticos que hablan de paz con una mano mientras firman contratos de armas con la otra. Basta de esta obscenidad que nos degrada como especie y nos condena a la barbarie.

La humanidad está en un punto de no retorno. O elegimos la paz como única política posible, como compromiso absoluto, como deber sagrado, o nos condenamos a desaparecer en un océano de sangre y cenizas. La paz no puede ser una promesa futura ni un ideal abstracto. La paz es ahora, aquí, urgente, imprescindible. O la abrazamos hoy sin condiciones, o será demasiado tarde.

No hay más margen. No hay más tiempo. No hay más excusas. La paz es la única salida.

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Publicado en: Opinión

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