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Viviendas del barrio del Polígono / Fotografía: Bárbara D. Alarcón
Las ciudades españolas están siendo arrasadas por una ola de especulación inmobiliaria sin precedentes. Cada día, barrios enteros son transformados en escaparates para el turismo y la inversión, mientras miles de familias son expulsadas de sus hogares. La pregunta es inevitable: ¿dónde quedan los excluidos? ¿Qué lugar tienen en este modelo quienes no pueden pagar alquileres desorbitados, quienes han sido desahuciados, quienes sobreviven en la precariedad o quienes directamente no tienen un techo bajo el que dormir? La vivienda es, efectivamente, una prioridad, pero las decisiones políticas siguen beneficiando a los mismos de siempre: promotores, grandes propietarios, fondos de inversión. Y en medio de este tsunami urbanístico, los más vulnerables siguen siendo invisibilizados.
Los sucesivos informes FOESSA lo dejan claro: 9,4 millones de personas en España se encuentran en situación de exclusión social, un 19,3% de la población. De ellas, 4,3 millones sufren exclusión severa, una cifra que ha aumentado un 28% desde 2007. Esta exclusión tiene un rostro claro: el de las personas que no pueden acceder a una vivienda digna. Uno de cada cuatro hogares enfrenta problemas habitacionales graves, y en el caso de quienes sufren exclusión severa, la proporción se eleva a nueve de cada diez. El problema no es la falta de viviendas, sino su inaccesibilidad, su uso como activo financiero en lugar de como un derecho. En España hay más de tres millones de viviendas vacías, muchas en manos de grandes tenedores y fondos buitre que esperan el mejor momento para especular con ellas. Mientras tanto, los alquileres han subido un 50% en la última década y la oferta de vivienda social sigue siendo ridícula, apenas un 2,5% del parque total, cuando en otros países europeos supera el 20%.
El problema no es coyuntural, es estructural. En España, tener un empleo ya no garantiza salir de la pobreza. Casi tres millones de trabajadores son pobres, y la precariedad laboral, especialmente en sectores como el comercio, la hostelería o los servicios domésticos, condena a cientos de miles de personas a la exclusión residencial. Familias enteras malviven en habitaciones realquiladas, en pisos insalubres, en asentamientos irregulares. Los desahucios, pese a la propaganda oficial, no han cesado. La Plataforma de Afectadas por la Hipoteca y otras organizaciones denuncian que cada día en España se producen más de 100 desalojos, muchos de ellos con menores o personas mayores implicadas. La vivienda se ha convertido en el eje de la desigualdad social, el espejo donde se refleja el fracaso de nuestras políticas públicas.
En Toledo, el Plan de Ordenación Municipal (POM) que se debatirá en los próximos 30 meses definirá el futuro urbanístico de la ciudad. La pregunta es: ¿se escuchará la voz de los excluidos? ¿Serán los pobres, los desahuciados, los migrantes, los jóvenes sin acceso a una vivienda asequible parte del diálogo? ¿O se repetirá el mismo esquema de siempre, donde la participación ciudadana es solo un trámite y las decisiones ya están tomadas de antemano? Escuchar la voz de los pobres no es solo contar con las entidades sociales que trabajan con ellos, sino crear los cauces necesarios para que puedan participar directamente, sin intermediarios, en los procesos urbanísticos y en todos y cada uno de los procesos políticos. La pobreza no es solo una estadística, es una realidad viva que necesita espacio y voz en el diseño de nuestras ciudades y nuestras políticas.
Frente a esta realidad, no caben medias tintas. Es necesario ampliar radicalmente la vivienda social, con un objetivo mínimo del 20% del parque total, en línea con los estándares europeos. Es imprescindible regular el mercado del alquiler con medidas efectivas que pongan freno a la especulación y garanticen precios asequibles. Es urgente prohibir los desahucios sin alternativa habitacional y establecer un plan de choque que recupere las viviendas vacías en manos de fondos de inversión. No es aceptable que en pleno siglo XXI haya miles de personas durmiendo en la calle mientras los grandes tenedores acumulan pisos vacíos esperando que suban los precios. Hace falta valentía política, hace falta decisión, hace falta voluntad de cambiar un modelo que hasta ahora solo ha beneficiado a unos pocos.
La gente sin hogar, los excluidos, los vulnerables, tienen mucho que aportar. No son meros beneficiarios de políticas asistenciales, son ciudadanos y ciudadanas con derecho a intervenir en las decisiones que afectan su vida. La vivienda es, sin duda, una prioridad. Pero si las políticas siguen diseñándose sin partir de la realidad de la pobreza y la exclusión, seguirán siendo medidas insuficientes, superficiales, ineficaces. Si la prioridad es solo el mercado y no las personas, si se sigue gobernando para los inversores y no para la ciudadanía, entonces este tsunami urbanístico continuará arrasando vidas y expulsando a quienes no pueden permitirse el lujo de sobrevivir en ciudades convertidas en negocios. La vivienda es un derecho, no un privilegio. Y hasta que eso no se refleje en las políticas públicas con hechos y no con discursos, seguiremos avanzando en la dirección equivocada.