En un artículo anterior llamaba la atención sobre las nuevas realidades urbanas basadas en territorios cada vez más extensos, donde los lugares se van diluyendo hasta hacernos dudar de la existencia misma de la ciudad.
En esta ocasión voy a compartir con los lectores una segunda reflexión sobre lo que entonces llamaba la ciudad sin límites. Se trata de cómo gobernarla, porque si los problemas comunes como la vivienda, la movilidad, o las infraestructuras desbordan los ámbitos de referencia tradicionales, cada vez tendrán menos sentido las divisiones administrativas y estructuras de gobierno basadas en ámbitos territoriales permanentes que hemos ido creando para resolverlos.
Los estadísticos y urbanistas lo tienen claro. Tanto Eurostat como el Instituto Nacional de Estadística llevan años recopilando y analizando datos referidos a las llamadas Áreas Urbanas Funcionales (AUF), que pretenden superar las limitaciones administrativas para entender mejor nuestro entorno. Al contrario que los términos municipales, las AUF no tienen límites espaciales fijos y se delimitan fundamentalmente a partir de las relaciones residencia-trabajo. La de Toledo, por ejemplo, incluye en este momento 15 municipios con una población total que casi dobla la de la capital regional, y la de Madrid municipios pertenecientes a cuatro provincias y tres comunidades autónomas.
La utilización de ámbitos funcionales en lugar de los tradicionales términos municipales, o su equivalente en cada país, se impone a marchas forzadas porque los estudios basados en ámbitos administrativos solo permiten observar realidades fragmentadas que casi siempre distorsionan cualquier conclusión.
Pero no se trata sólo de información y análisis teórico. Nos encontramos con el mismo problema cuando pretendemos elaborar estrategias o tomar decisiones operativas que mejoren la vida de los ciudadanos o la competitividad de nuestra economía: no es posible tomar decisiones racionales sobre la movilidad, la vivienda, la localización industrial, el comercio o los servicios urbanos si no actuamos en un ámbito que se asemeje lo más posible a un área funcional real.
Es más, cuando cada parte del territorio actúa por su cuenta, se crean efectos barrera y se fomenta la competencia entre entidades administrativas del mismo nivel, de forma que no solo no se resuelven los problemas existentes, sino que se crean otros nuevos de forma artificial. Es lo que ha pasado con la vivienda y el desarrollo urbanístico en la mayor parte de nuestras ciudades a partir de los años ochenta, donde buena parte del uso residencial se ha trasladado artificialmente a los pueblos del entorno incrementando los problemas de movilidad, o lo que nos encontramos en los bordes de las provincias de Toledo y Guadalajara con Madrid.
A largo plazo será inevitable repensar la estructura territorial de la Administración para adaptarla a la nueva realidad. Muchos países de nuestro entorno ya se están moviendo en este sentido, tanto en el ámbito local como en el regional, pero sea cual sea la estructura territorial de la nos dotemos, no debemos olvidar que la ciudad sin límites es de naturaleza difusa y nunca se ajustará a un ámbito territorial estático, por lo que no se trata tanto de cambiar la estructura de la administración como de cambiar la forma de gobernar.
No es imprescindible cambiar las leyes ni la estructura territorial para que las decisiones estratégicas vayan ajustándose a los ámbitos funcionales reales, o para que los servicios comunes se gestionen de forma conjunta. Solo hay que cambiar las actitudes.
Pensemos, por ejemplo, en un plan urbanístico, una agenda urbana o un plan de movilidad. La práctica totalidad de sus análisis y decisiones estratégicas no tienen sentido si las referimos a un término municipal, pero seguimos empeñados en debatir agendas y tramitar planes basándonos en unos límites administrativos que ya no tienen nada que ver con la vida real, cuando no hay ningún obstáculo técnico ni jurídico para tramitar un POM, un plan de movilidad o un plan de vivienda que afecte a varios municipios.
La mayor parte de las políticas urbanas solo serán eficaces si están diseñadas en un marco de colaboración entre las distintas entidades administrativas afectadas, y esta colaboración solo será posible si los actuales ayuntamientos abandonan sus pequeñas trincheras competenciales y salen a la plaza a debatir a la vista de todos, si delegan buena parte de sus competencias hacia consorcios, agencias, gerencias o cualquier tipo de entidad orientada a una función específica, porque solo este tipo de entidades permitirá abordar cada problema en el ámbito espacial que le corresponda con independencia de los ámbitos administrativos.
Los representantes que elijamos el 28 de mayo solo podrán cumplir la mayoría de sus promesas dialogando y colaborando con los ayuntamientos vecinos, y eso requiere humildad, racionalidad y transparencia.
Para algunos puristas, el hecho de que los distritos electorales raramente coincidan con los ámbitos adecuados para gestionar los problemas comunes podría plantear un conflicto democrático. Nada más lejos de la realidad. Simplemente debemos desterrar esa idea tan arraigada de que cada institución, e incluso cada concejalía, es un reino de taifas. No elegimos a nuestros representantes para que se encierren en un centro de mando acorazado, sino para que pacten dialoguen y razonen a la vista de todos.
El gobierno de la ciudad sin límites solo será posible si somos capaces de trasladar la mayor parte de la gestión pública fuera de las trincheras competenciales o de las identidades ideológicas, y esto no solo no está reñido con el funcionamiento del sistema democrático, sino todo lo contrario, porque obligará a nuestros representantes a salir de sus castillos, dialogar con personas que no dependen de ellos, utilizar argumentos racionales y exponerlos constantemente ante la ciudadanía. La vida urbana y la democracia son dos caras de la misma moneda.
Artículo de opinión de Tomás Marín Rubio, arquitecto