Dicen que el mundo cambia muy deprisa, pero a veces tengo la sensación de que en cuanto soplamos un poquito sobre el polvo tecnológico que nos nubla la vista, no solo no hemos cambiado tanto, sino que la vida se está convirtiendo en un continuo déjà vu.
Hablemos por ejemplo de movilidad urbana. En los años setenta del pasado siglo los atascos ya eran una de las principales preocupaciones de los españoles. Entonces, como ahora, había muchas voces que exigían aumentar carriles, construir pasos elevados, y en definitiva, ensanchar indefinidamente el cuello de la botella para que el monstruo de las cuatro ruedas pudiera transitar libremente desde nuestro tresillo hasta el infinito.
Los urbanistas de entonces, como los de ahora, pensábamos que con el empleo sistemático de las excavadoras lo único que se conseguía era trasladar los atascos a otro sitio y enterrar la ciudad debajo del asfalto. Hay mucho escrito sobre este tema, pero el debate teórico lo cerró definitivamente Jane Jacobs en 1961 al publicar “Muerte y Vida de las grandes Ciudades”, acabando así con el programa de autopistas urbanas del todopoderoso Robert Moses en la ciudad de Nueva York. Desde los 60, ningún estudioso de la ciudad ha planteado seriamente que los problemas de movilidad urbana puedan resolverse ensanchando el cuello de la botella.
Más recientemente, los problemas ambientales, sanitarios y geopolíticos ligados al empleo de los combustibles fósiles, y las posibilidades de las nuevas tecnologías como el teletrabajo, los vehículos compartidos o la robotización, no han hecho sino reforzar las viejas ideas de los urbanistas, pero sorprendentemente las excavadoras vuelven a la carga con más fuerza que nunca.
Un buen ejemplo es el tercer carril previsto en la TO-23 entre los barrios de Santa Bárbara y el Polígono de Toledo, que se propone como solución definitiva para acabar con los atascos de entrada y salida a éste último barrio.
Desgraciadamente, los atascos entre Santa Bárbara y el Polígono, como la mayoría de los problemas de tráfico de las ciudades del siglo XXI, no son un problema puntual que pueda resolverse con un bisturí, sino una manifestación de un problema general que no puede abordarse aumentando el número de carriles.
Los atascos se producen porque nos hemos empeñado en construir ciudades irracionales en las que los puestos de trabajo, los hospitales, los comercios y cualquier centro de actividad se concentran cada vez más en una serie de puntos a los que solo se puede acceder en coche y por una única puerta, porque los trabajadores y usuarios de estos servicios hiperconcentrados abandonan la ciudad multifuncional para vivir aislados en barrios dormitorio cada vez más segregados, porque nos empeñamos en llevar a nuestros hijos en coche desde su dormitorio hasta la puerta del colegio e incluso a la universidad, porque todo lo que está lejos nos parece mejor que lo que tenemos al lado de casa, y porque cuando nos sentamos al volante de un todoterreno el mundo nos parece más pequeño y nos sentimos más poderosos.
La cirugía del hormigón puede resolver algún problema puntual, pero la única solución global para el tráfico urbano compatible con la supervivencia de la ciudad no es aumentar la capacidad de las calles o mejorar los nudos de las autopistas, sino reducir el uso del automóvil facilitando la utilización de modos alternativos como el transporte público, la bicicleta o el paseo a pié, y sobre todo, disminuyendo la necesidad de desplazarnos organizando la ciudad de forma racional.
Los vecinos de Toledo también estamos siendo testigos estos meses de unas obras impresionantes para construir un tramo de carril bici de unos 470 metros entre las glorietas de la avenida de Madrid y del Salto del Caballo. Es decir, de ningún sitio a ninguna parte. El presupuesto de estas obras también es impresionante, nada menos que 1,3 millones de euros, así que no podemos decir que no se hace nada para favorecer el uso de la bicicleta en la capital regional, pero ¿alguien piensa que este tramo aislado de flamante carril bici va a convencer a un solo toledano para dejar el coche en el garaje e ir a al trabajo en bicicleta?
Las grandes obras no solo son un despilfarro inútil, destruyen poco a poco la ciudad y mantienen falsas expectativas que retrasan las autenticas soluciones. Son pastillas contra el dolor que no curan el cáncer.
La gran pregunta es por qué recurrimos una y otra vez al hormigón cuando sabemos que las soluciones son otras. Lo primero que se me ocurre es que los problemas y los debates siempre vuelven, como los fantasmas, y siempre nos parecen nuevos, probablemente porque no tenemos tiempo para repasar nuestra historia, para escuchar a los que saben ni para pensar en el futuro de nuestros hijos.
Pero hay otras respuestas. Nos hemos acostumbrado a las soluciones rápidas aunque al día siguiente no funcionen, a las baritas mágicas, a los regalos de Reyes, y nos cuesta cada vez más pensar a largo plazo. Cambiar una ciudad cuesta tiempo, desde luego, pero hemos tardado muy poco en construir las ciudades irracionales que tenemos, y seguimos engordando la bola todos los días. En algún momento tendremos que cambiar el rumbo, aunque tardemos en llegar al destino.
También es posible que algunos nos hayamos empeñado en imaginar un mundo ideal movido por argumentos racionales, y que nos hayamos pasado de ingenuos. Las ideas de Jane Jacobs no cambiaron las leyes urbanísticas y las políticas urbanas de las grandes ciudades de medio mundo por la fuerza de la razón, sino como consecuencia de las revueltas vecinales frente los desalojos y destrozos provocados por las grandes obras en el interior de las ciudades.
La vida urbana, nuestra salud y la salud del planeta no son compatibles con el uso abusivo del automóvil, y cada vez tenemos más medios para evitar su uso, pero no conseguiremos cambiar nada mientras nos movamos entre el sofá, el asiento de nuestro SUV y el despacho, manteniendo la ilusión de que las próximas obras del Ministerio nos librarán definitivamente de los atascos.