En un país donde el sol forma parte del imaginario turístico, hay que decirlo con claridad: el calor mata. Pero no mata a todos por igual. No mata en las terrazas de los hoteles ni en los despachos climatizados. Mata a quienes trabajan al sol sin sombra, a quienes cargan sacos en la obra bajo temperaturas extremas, a quienes reparten mercancía a pleno mediodía o a quienes recogen fruta en jornadas sin tregua. Son los invisibles del sistema productivo, esos trabajadores y trabajadoras cuya existencia solo parece notarse cuando una desgracia la convierte en titular. Y ni siquiera siempre.
El calor extremo ya no es una excepción. Las olas de calor son cada vez más frecuentes y más intensas, y sin embargo muchas empresas actúan como si el cambio climático no afectara a sus plantillas. Como si el trabajo físico no se viera multiplicado en esfuerzo, agotamiento y peligro cuando el termómetro supera los 35 o 40 grados. Las consecuencias están documentadas: mareos, golpes de calor, accidentes, hospitalizaciones, muertes. Pero detrás de esas cifras hay realidades concretas: una trabajadora que se desploma en una nave sin ventilación, un jornalero que cae inconsciente en mitad del campo, un repartidor que sufre un colapso al subir una cuesta con una mochila de 20 kilos. Nada de eso es inevitable. Todo eso es consecuencia de un sistema que ha permitido que la salud laboral se sacrifique en nombre de la productividad.
Lo más doloroso de esta situación es que los trabajos más expuestos al calor son también los más precarizados. Construcción, agricultura, limpieza, logística, jardinería, hostelería: empleos donde abunda la temporalidad, los falsos autónomos, la subcontratación o directamente el trabajo informal. Empleos desarrollados en muchos casos por personas migrantes, por mujeres, por jóvenes sin otra opción o por adultos mayores sin red de protección. Gente que no puede permitirse rechazar una jornada por el calor porque hacerlo puede suponer perder el empleo. ¿Qué clase de libertad es esa? ¿Qué clase de dignidad laboral se construye si proteger la salud implica arriesgar el sustento?
Se habla mucho de adaptar la economía al cambio climático, pero pocas veces se habla de adaptar las condiciones laborales al calor extremo. El derecho a la salud en el trabajo no puede ser una declaración bonita ni un párrafo en un convenio ignorado. Necesitamos una transformación cultural profunda, que entienda que trabajar con 40 grados no es solo incómodo: es inhumano. Que entienda que parar una faena por exceso de calor no es una pérdida de productividad, sino una inversión en seguridad. Que entienda que la prevención no puede depender del “sentido común” de la empresa, sino de protocolos obligatorios, controles efectivos e inspecciones con recursos reales.
Pero sobre todo necesitamos poner en el centro del debate la noción de trabajo decente. Porque el trabajo decente no es solo tener un contrato, sino tener condiciones de seguridad, salud y respeto. No se puede hablar de empleo digno cuando una persona se ve obligada a trabajar en un andamio a pleno sol sin descanso. No se puede hablar de justicia social cuando quien recoge los alimentos que comemos no tiene acceso ni a sombra ni a agua potable. No se puede hablar de modernización del mercado laboral si permitimos que el calor siga siendo una sentencia para los más vulnerables.
La lucha contra el calor en el trabajo es una lucha de clase, de derechos y de humanidad. No se trata solo de modificar horarios o de repartir botellas de agua. Se trata de entender que la vida y la salud están por encima del beneficio. Que ningún convenio colectivo, ningún sector económico y ninguna empresa puede estar exenta de garantizar unas condiciones que no pongan en riesgo a quienes hacen posible cada día el funcionamiento de nuestras ciudades, de nuestros campos, de nuestros servicios.
Esta no es una denuncia puntual: es una exigencia urgente. Proteger del calor a quienes trabajan al sol no es una opción, es una obligación. Porque una sociedad que permite que ganarse la vida signifique ponerla en riesgo, no es una sociedad justa. Y porque el verdadero progreso no se mide solo en grados de crecimiento económico, sino en grados de dignidad compartida.