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OPINIÓN | Toledo desahucia a una familia. Y a un niño le roban su "mi casa"

"Cuando el desahucio se ejecutó, no hubo alternativa, no hubo recurso, no hubo nada. Ni una vivienda provisional. Ni una solución habitacional. Ni un protocolo para proteger a la infancia. Ni siquiera una condena política clara"

07/07/2025 Fernando Redondo Benito

Imagen de archivo del barrio de Santa Bárbara / Toledodiario.es

Lo gritaba con toda la fuerza que puede tener un niño de cuatro años. “Mi casa”. Se lo gritó al silencio y a todos los adultos que dejaron de ser escudo para convertirse en maquinaria. Lo decía una y otra vez: “mi casa”. Pero la casa no era suya. En este país las casas no son de los niños, ni de los pobres, ni de los estafados. Son de los bancos, de los fondos, de los papeles.

Y así, con la frialdad de un trámite, Toledo desahució a un niño. No a una familia. No a una “okupa”. A un niño. En Santa Bárbara. En 2025. En nombre de la ley.

La madre no era una delincuente. Era una víctima. Pagó lo que le pidieron. Fue estafada. Lo denunció. Quiso regularizar. Nadie le dio la oportunidad. Porque en este país, si te cuelas en el vagón equivocado del sistema, no te perdonan: te aplastan.

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Y cuando el desahucio se ejecutó, no hubo alternativa, no hubo recurso, no hubo nada. Ni una vivienda provisional. Ni una solución habitacional. Ni un protocolo para proteger a la infancia. Ni siquiera una condena política clara. Ni una sola dimisión.

Ahora la llaman “okupa”, como si eso bastara para invalidar su humanidad. Pero no era una okupa, era una estafada. Y en este país hemos pervertido el lenguaje con una violencia quirúrgica: a los estafadores los llamamos inversores, y a las víctimas, okupas.

Y así deshumanizamos. Así justificamos. Así nos dormimos. Como si tener un contrato trucho firmado con buena fe fuera un delito, y especular con viviendas vacías fuera una contribución al bien común.

Y sí, conozco a la madre. Conozco al niño. He visto cómo juega. Cómo pregunta. Cómo espera. He escuchado sus frases cortas llenas de verdad: “mi casa”, “yo vivo ahí”, “no quiero irme”. Por eso nacen estas palabras. Con frustración. Con rabia. Con el deseo honesto de transformar. Con la necesidad de seguir luchando junto a ella. Para que encuentre un hogar. Por ella. Por su hijo de cuatro años. Porque a ellos los hemos acompañado, algunos. Nos hemos preocupado, algunos. Pero muchos otros no. Muchos miraron a otro lado. Muchos callaron.

Todo era legal, dijeron. Todo estaba “correctamente tramitado”, dijeron. Legal, sí. Pero no olvidemos que la historia está llena de atrocidades con firma y sello. La esclavitud fue legal. El apartheid, legal. Las leyes de segregación racial, legales. Legal fue dejar morir de hambre a millones en nombre del ajuste estructural. Legal fue el colonialismo, las cárceles de disidentes, las deportaciones masivas. Hasta hemos legalizado la guerra. La destrucción sistemática. La muerte con presupuesto. Y ahora quieren convencernos de que echar a un niño a la calle es simplemente cumplir la ley.

El barrio de Santa Bárbara tiene historia obrera. Tiene memoria de lucha.

Pero esta vez, y que me perdonen los bienpensantes, falló. Falló la red. Falló la comunidad. Fallaron las entidades que dicen promover lo comunitario, pero no alzan la voz cuando el Estado desahucia a un niño. Y falló el movimiento vecinal del barrio. Que no acompañó. Que no estuvo.

¿Para qué sirve el movimiento vecinal si cuando a una vecina la expulsan, guarda silencio?, ¿para qué sirven los proyectos comunitarios si la comunidad no responde ante una injusticia flagrante? Lo comunitario no es discurso. Es acción. O no es nada.

Este no fue un caso aislado. Fue una postal más de una política de vivienda diseñada para proteger la propiedad, no la vida. Para blindar el negocio, no la dignidad.
Para obedecer al mercado, no a la infancia. Aquí no se protege a quien paga, sino a quien especula. Aquí no se expulsa al que engaña, sino al que fue engañado. Y mientras tanto, los menores, los que “son el futuro”, los que “tenemos que cuidar”, duermen en albergues, en coches o en la calle.

¿De qué sirve proclamarse “ciudad amiga de la infancia” si se permite que un niño de cuatro años sea desahuciado sin alternativa, sin abrigo, sin protección? ¿De qué sirve tener un Plan de Infancia en Toledo si no contempla precisamente a quienes más lo necesitan, a quienes viven en las grietas más profundas de la pobreza, la exclusión y la vulnerabilidad extrema? Las declaraciones institucionales no alimentan, no alojan, no protegen. No basta con los sellos institucionales de amigos de la infancia ni con los documentos en los cajones. Ser una ciudad amiga de la infancia empieza por lo más básico: que ningún niño duerma en la calle por decisión del propio sistema.

Pero que nadie se equivoque: esto no ha terminado. No todo está perdido. No siempre gana la indiferencia. A veces, la vergüenza se convierte en rabia. Y la rabia, en acción.

Porque cuando el Estado abandona, los barrios pueden organizarse. Porque cuando una madre llora, otras madres se levantan. Y cuando un niño pierde su casa, hay que construirle una ciudad distinta.

La esperanza no es una frase. Es una pelea. Y esta vez, si aprendemos, si reaccionamos, si no olvidamos, puede que ese grito de “mi casa” sea el comienzo de algo que no podrán desalojar.

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Publicado en: Opinión

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