Podemos recorrerlas. Transitarlas despacio. Levantar la vista y dejarnos envolver por el fulgor de las luces de Navidad que cada año convierten la ciudad en escenario. Podemos admirar el despliegue estético, fotografiarlo, compartirlo, celebrarlo. Pero por mucho que lo intentemos, ninguna iluminación es capaz de ocultar la vulnerabilidad social que atraviesa Toledo. Las luces no tapan la pobreza. No diluyen la desigualdad. No borran el sinhogarismo. Solo lo relegan al margen de la mirada colectiva, al espacio incómodo de lo que no se quiere ver.
La llamada Navidad Patrimonial más bonita del mundo es un eslogan tan llamativo como revelador cuando se convierte en coartada para no mirar lo que ocurre a ras de suelo. Porque mientras miles de personas transitan calles engalanadas, hay otras que las recorren sin refugio, sin certezas y sin derechos garantizados. Mientras unos pasean, otros sobreviven. Y esa convivencia de realidades no es inevitable ni accidental: es política.
En Toledo la pobreza no es invisible, está presente. Se cruza con quienes pasean, duerme en los mismos barrios, se refugia en los mismos soportales históricos. El sinhogarismo no es una excepción ni una anécdota urbana, es la expresión más extrema de un sistema que expulsa y después normaliza esa expulsión. No estamos ante historias individuales desconectadas, sino ante un fenómeno estructural que señala fallos profundos en las políticas públicas.
Transitar la ciudad en Navidad es caminar por dos realidades superpuestas. La que se exhibe: luminosa, patrimonial, pensada para ser admirada y consumida. Y la que se tolera: la de quienes no pueden pagar un alquiler, la de quienes encadenan trabajos precarios, la de quienes han agotado todas las redes familiares y administrativas, la de quienes ya no tienen un lugar al que volver cuando cae la noche. Esa frontera no es simbólica: es social, económica y política.
El Informe FOESSA 2025 en Castilla-La Mancha, elaborado por la Fundación FOESSA, vuelve a poner datos y diagnóstico a una realidad que no admite maquillaje. La pobreza se cronifica. La exclusión severa aumenta. Las trayectorias de empobrecimiento se prolongan durante años y se heredan. El empleo ha dejado de ser garantía de inclusión social. El acceso a la vivienda se ha convertido en el principal factor de expulsión. Y los sistemas de protección social, tal y como están diseñados, no alcanzan para revertir estas dinámicas.
Hablemos con claridad y sin eufemismos: hay pobreza estructural. Hay pobreza laboral. Hay pobreza energética. Hay pobreza habitacional. Hay personas que trabajan y siguen siendo pobres. Familias atrapadas en alquileres abusivos y suministros impagables. Jóvenes sin posibilidad real de emanciparse. Personas mayores sosteniendo hogares enteros con pensiones insuficientes. Personas migrantes empujadas a la precariedad permanente por su situación administrativa. Y, en el extremo más brutal, personas que han sido expulsadas del sistema hasta quedarse sin hogar.
A esta realidad material se suma otra forma de exclusión menos visible pero igual de dañina: la aporofobia, el rechazo al pobre por el hecho de serlo. No es miedo, es desprecio. No es desconocimiento, es una construcción social profundamente arraigada. La aporofobia aparece cuando la pobreza se acepta siempre que no se vea; cuando se tolera que alguien duerma en la calle, pero se cuestiona su presencia; cuando se habla de “imagen de ciudad” antes que de derechos humanos. Molesta la pobreza no porque exista, sino porque irrumpe en el decorado.
La aporofobia también se expresa en decisiones políticas. En ordenanzas que expulsan en lugar de proteger. En discursos que individualizan la pobreza y esconden sus causas estructurales. En silencios institucionales que normalizan la exclusión. Se manifiesta cuando se gestiona la pobreza en lugar de combatirla, cuando se prioriza la estética urbana frente a la dignidad de las personas.
No hay lugar para paños tibios ni para soluciones cosméticas. No basta con dispositivos de emergencia, ni con respuestas asistenciales limitadas, ni con actuaciones estacionales que aparecen en invierno y desaparecen el resto del año. La incidencia política exige un cambio de enfoque profundo y valiente. Exige políticas públicas que sitúen la vida en el centro.
Eso implica una apuesta decidida por la vivienda pública y social como pilar fundamental. Implica avanzar hacia modelos que garanticen techo antes que requisitos. Implica reforzar los servicios sociales con recursos suficientes, estables y bien dimensionados. Implica políticas de empleo que no reproduzcan precariedad. Implica abordar la salud mental como una cuestión central de justicia social. Implica coordinación real entre administraciones y planificación a largo plazo, más allá del calendario y del relato.
Una ciudad que invierte sin complejos en iluminación, promoción y proyección simbólica debe asumir con la misma claridad su responsabilidad frente a la pobreza. Porque el patrimonio más frágil no son las piedras centenarias, sino las personas que hoy están siendo expulsadas del derecho a una vida digna. Y ese patrimonio humano se está deteriorando mientras miramos hacia otro lado.
La Navidad no debería ser un paréntesis que suspenda la conciencia social. Debería ser un tiempo de interpelación colectiva. Un momento para preguntarnos qué ciudad estamos construyendo cuando aceptamos que haya personas que no pueden transitar la Navidad porque están demasiado ocupadas intentando sobrevivir al invierno.
Las luces pueden embellecer las calles, pero no sustituyen a la justicia social. No erradican la pobreza. No combaten la aporofobia. Mientras haya personas durmiendo en la calle y miles viviendo en la exclusión, cualquier relato triunfalista será incompleto, injusto y profundamente irresponsable.
Porque una ciudad no se mide por cuánto brilla, sino por cuánto cuida. Y porque mirar de verdad implica no apartar la vista cuando la realidad no encaja en la postal.










