En Toledo, como en tantas ciudades de España, ya no se vive: se sobrevive. La vivienda, ese derecho fundamental consagrado en la Constitución Española, ha dejado de serlo para convertirse en un bien de lujo, inaccesible, manipulado y mercantilizado. Estamos, sin disfraz posible, ante una forma contemporánea de usura legalizada. Se le puede llamar mercado, oferta y demanda, inversión o crecimiento económico, pero lo que en realidad estamos viviendo es una política de expolio del derecho al hogar.
Toledo ya no es una ciudad media con un coste de vida moderado: es una ciudad tensionada, especialmente en el acceso a la vivienda. Y nadie parece atreverse a reconocerlo. En los últimos años, el precio del alquiler ha subido hasta niveles estratosféricos, muy por encima del incremento salarial. Mientras que el salario medio en la provincia ronda los 1.300 euros netos, el alquiler medio en Toledo capital supera ya los 800 euros mensuales por una vivienda de 50-70 metros cuadrados. Esto supone destinar entre un 60% y un 65% del sueldo solo al alquiler, muy por encima del 30% que recomienda como límite el Banco de España y organismos internacionales. Y eso, si hablamos de viviendas “estándar”. En el Casco, o en zonas más demandadas, la cifra roza lo obsceno.
Esta es la realidad: la vivienda en Toledo es impagable para una gran parte de la población trabajadora. No hablamos únicamente de personas en situación de vulnerabilidad extrema, que existen, que sufren, y que deben ser la prioridad absoluta de cualquier política pública que se precie de llamarse social. Hablamos también de toda una clase trabajadora que, aun cumpliendo con todas las exigencias del sistema, queda sistemáticamente fuera del acceso a la vivienda. Personas con contratos estables, jóvenes con formación universitaria, familias con ingresos regulares, autónomos que sostienen la economía local. Gente que cumple, que trabaja, que aporta… y que, sin embargo, no puede permitirse vivir en su propia ciudad.
Pero si este modelo expulsa incluso a los que cumplen, ¿qué ocurre entonces con quienes ya viven en la frontera de la exclusión? ¿Qué pasa con los pensionistas que no pueden asumir una subida abusiva del alquiler? ¿Con las madres solas con hijos a cargo, atrapadas entre nóminas precarias y amenazas de desahucio? ¿Con las personas migrantes que sufren el racismo inmobiliario? ¿Con quienes viven sin contrato, sin ahorros, sin red? A estas personas no solo se les niega una casa: se les niega el derecho a existir con dignidad, a echar raíces, a pertenecer a una comunidad. La vivienda debería ser su primer escudo, no su primera trampa.
La situación es insostenible y revela una desproporción estructural profundamente injusta, que hemos normalizado durante demasiado tiempo. Estamos tan anestesiados por la retórica del mercado, tan resignados al abuso cotidiano, que ya no lo reconocemos como lo que es: una forma de violencia sistémica que atraviesa barrios enteros y generaciones enteras. Por eso, avanzar hacia viviendas más accesibles no es solo una cuestión técnica, sino ética. Y eso pasa por una vivienda pública pensada de verdad para todas las personas, sin exclusión alguna. No viviendas que funcionen como guetos, ni como favor institucional, sino como infraestructura social de convivencia, igualdad y arraigo. Pensadas para los más vulnerables, sí, pero también para quienes nunca antes habrían necesitado pedir ayuda y hoy no tienen alternativa.
Mientras se construyen nuevas promociones con precios fuera del alcance de la mayoría, no se garantiza el acceso al derecho más básico: un techo digno, asequible y seguro. La respuesta institucional es tibia, parcial, decorativa. Se habla de vivienda, pero no se actúa con contundencia. La política se arrodilla ante los intereses inmobiliarios. Lo que falta, más que pisos, es valentía política para intervenir donde más duele: en el mercado especulativo.
Y mientras tanto, los desahucios continúan. En Toledo, como en muchas capitales de provincia, los datos son alarmantes. Solo en Castilla-La Mancha, cada semana se ejecutan docenas de lanzamientos por impago de alquiler o hipoteca. Y la mayoría se producen sin alternativa habitacional. No son cifras abstractas: son familias arrojadas a la calle, ancianos en soledad, madres con hijos, jóvenes que vuelven al hogar familiar porque no pueden mantenerse solos. Cada desahucio es un fracaso del sistema y una muestra brutal de hasta qué punto la vivienda ha dejado de ser un derecho.
¿Y ahora qué? ¿Qué políticas necesitamos?
Lo que se necesita no es más cemento, sino más justicia. Y para ello, hacen falta políticas públicas de vivienda estructurales, activas y sostenidas, no medidas puntuales ni titulares de campaña. Es imprescindible que los poderes públicos recuperen la capacidad de intervención y regulación del mercado, sin complejos, sin pedir permiso al poder financiero ni a los promotores.
Una propuesta urgente es la declaración de zonas tensionadas, que permita limitar legalmente el precio de los alquileres en aquellas áreas donde los precios están desbocados. Esta declaración no puede seguir bloqueada por intereses partidistas: es una herramienta legal ya existente y perfectamente aplicable, que debe ponerse en marcha sin más excusas.
Junto a ello, es necesaria una política decidida de vivienda pública, no como cuota simbólica o promesa electoral, sino como proyecto estratégico. Las administraciones públicas deben construir, rehabilitar y poner en alquiler viviendas públicas con precios tasados, accesibles y protegidos, no como limosna, sino como garantía ciudadana. No puede ser que el parque de vivienda pública en Castilla-La Mancha sea residual mientras hay miles de viviendas vacías en manos de bancos y fondos.
Otra medida clave es la movilización de esas viviendas vacías. Es inaceptable que haya pisos cerrados mientras hay personas sin hogar. Las administraciones deben aplicar sin miedo los mecanismos de expropiación de uso temporal previstos por ley a los grandes tenedores que mantienen viviendas deshabitadas para especular. Eso no es radicalismo: es legalidad, justicia y sentido común.
En este mismo sentido, debe ponerse en marcha una subida contundente del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) a todas aquellas segundas viviendas vacías que no se destinen al alquiler con precios moderados y regulados por ley. El objetivo no es recaudar más, sino presionar para que estas propiedades cumplan una función social. Una fiscalidad progresiva debe penalizar el abandono especulativo y premiar el uso responsable. El Ayuntamiento de Toledo tiene margen para aplicar esta medida, pero debe atreverse a enfrentar los privilegios consolidados. Lo que está en juego es el acceso al hogar de miles de vecinos.
La protección frente a los desahucios debe convertirse en una prioridad política, no en una anécdota. Ningún desahucio puede ejecutarse sin ofrecer una alternativa habitacional real e inmediata. Esto exige ampliar los recursos sociales, fortalecer los servicios municipales y establecer mecanismos de mediación eficaces. No podemos seguir condenando a la intemperie a quienes más necesitan del Estado.
Y finalmente, se requiere una fiscalidad justa, que penalice la especulación inmobiliaria y favorezca el alquiler social. No puede ser que quienes inflan artificialmente los precios disfruten de beneficios fiscales mientras quienes alquilan a precio justo sean ignorados. Hay que invertir la lógica: que el beneficio venga por favorecer el derecho a la vivienda, no por negarlo.
Un grito desde la ciudad real
Toledo necesita una política de vivienda que proteja a las personas, no a los balances de beneficios. Que se atreva a poner el foco en lo esencial. Que deje de mirar hacia otro lado. Esta es una llamada a los representantes públicos, a los técnicos, a las entidades sociales, a la ciudadanía: no podemos seguir permitiendo que se viva con miedo, con angustia, con el alma hipotecada por un alquiler inasumible.
Porque la vivienda no es un lujo. Es un derecho. Y mientras no lo sea, todo lo demás es mentira.