En un país que presume de avances sociales y derechos laborales, hay una realidad que permanece oculta bajo el ruido de la política y la economía: las muertes en el trabajo siguen aumentando, y la sociedad apenas reacciona. Cada día, personas que solo intentaban ganarse la vida no regresan a casa. No caen en el frente de batalla ni en accidentes inevitables, sino en lugares donde su seguridad debería estar garantizada. Pero la cruda realidad es otra: 796 personas murieron en España en 2024 en su puesto de trabajo. Es decir, más de dos personas al día.
El incremento de la siniestralidad laboral en un 10,4% respecto al año anterior no es una cifra más en los informes del Ministerio de Trabajo. Es una prueba irrefutable de que la prevención sigue siendo insuficiente, las inspecciones no alcanzan y la conciencia social es mínima. Los debates sobre economía rara vez incluyen el coste humano de la precariedad. Los discursos políticos omiten que detrás de cada número hay una familia rota, una silla vacía en la cena, un hijo preguntando por qué su padre no vuelve.
La lista de víctimas se alarga sin pausa. En los últimos días, varios trabajadores han perdido la vida en accidentes que podrían haberse evitado. En Chillarón de Cuenca, un empleado de 50 años murió aplastado por pacas de paja en una nave ganadera. En Arratzu, Vizcaya, otro operario falleció mientras realizaba trabajos al aire libre, aún sin esclarecer las causas. En Buñuel, Navarra, un joven de 35 años fue atrapado por una máquina en una fábrica de alimentación para ganado. En Valencia, un trabajador murió en una obra tras caer desde gran altura. En Murcia, otro operario falleció electrocutado mientras realizaba tareas de mantenimiento.
Nadie debería morir así. No en 2025, no en un país desarrollado, no cuando existen regulaciones que, sobre el papel, deberían proteger a todos los trabajadores y las trabajadoras. Pero el papel aguanta todo. La realidad demuestra que, en demasiados sectores, las medidas de seguridad siguen siendo una opción y no una obligación.
No hay trending topics por ellos. No hay minutos de silencio en los Ayuntamientos, en el Congreso, en las instituciones públicas. Apenas hay eco en los medios. Las víctimas laborales mueren dos veces: primero en su puesto de trabajo y después en la indiferencia colectiva. Mientras otras tragedias generan indignación, protestas y cambios legislativos inmediatos, la muerte de un trabajador se asume como un daño colateral, un accidente más en una industria que necesita avanzar rápido y abaratar costes.
Las familias quedan atrapadas en un sistema que no solo no evita estas muertes, sino que las arrastra a un laberinto burocrático. Las empresas minimizan responsabilidades, los juicios se alargan durante años y, cuando llegan las sanciones, son meramente simbólicas. Si una empresa sabe que la multa por un accidente mortal puede ser inferior al coste de invertir en medidas de seguridad, la ecuación es clara: es más rentable arriesgar vidas que protegerlas.
El problema no es de un solo sector
El problema no es de un solo sector. La construcción sigue siendo el más peligroso, pero la agricultura, el transporte, la industria manufacturera y hasta la sanidad registran cifras alarmantes. Los accidentes “in itinere”, aquellos que ocurren en el trayecto al trabajo, siguen en aumento, reflejando jornadas interminables y condiciones laborales que llevan a la fatiga extrema.
¿Por qué un país que presume de crecimiento económico permite este desastre? Porque la precariedad es estructural. Porque la Inspección de Trabajo no tiene suficientes recursos ni personal. Porque hay un sector empresarial que sigue viendo la seguridad laboral como un gasto, no como una inversión. Porque la política prefiere no incomodar a ciertos intereses. Y, sobre todo, porque la sociedad no exige lo suficiente.
Si cada uno de estos 796 trabajadores muertos fuera recordado con la misma intensidad que cualquier otra víctima de injusticia, si sus rostros ocuparan portadas, si sus nombres llenaran pancartas, las reformas serían inmediatas. Pero no lo son, porque hemos normalizado lo inaceptable.
España necesita una reforma profunda en materia de seguridad laboral. No es suficiente con leyes que existen pero no se aplican con rigor. Es necesario aumentar las inspecciones y endurecer las sanciones a las empresas que incumplen normativas de seguridad. Hay que invertir en prevención con formación obligatoria desde el primer día. Los sectores con mayor siniestralidad deben ser sometidos a auditorías independientes y controles periódicos. Se necesitan medidas de protección más efectivas para los trabajadores precarios, que suelen ser los más expuestos a accidentes.
El Gobierno debe dejar de mirar hacia otro lado. No basta con prometer medidas cuando la presión aumenta o con lamentar las muertes con comunicados vacíos. Es necesario actuar con contundencia, con reformas que transformen la cultura laboral y con un compromiso real por parte de las administraciones. No se trata solo de la responsabilidad de las empresas, sino de un Estado que debe garantizar que trabajar no sea sinónimo de jugarse la vida.
El silencio es la mejor garantía de impunidad. Cada vez que una muerte en el trabajo se reduce a una nota breve en la prensa local, el mensaje es claro: no importa. Cada vez que una familia se queda sola en su lucha por justicia, la estructura se mantiene intacta. Cada vez que una inspección no llega a tiempo, se perpetúa un sistema que sacrifica vidas por productividad.
Un derecho inquebrantable
Pero no todo está perdido. A pesar del silencio institucional y la indiferencia de gran parte de la sociedad, hay quienes no están dispuestos a aceptar que la muerte en el trabajo sea un precio inevitable. Los movimientos sociales, las asociaciones de víctimas y los sindicatos combativos siguen en pie, denunciando, presionando, exigiendo justicia. En cada concentración frente a una empresa negligente, en cada pancarta levantada, en cada huelga convocada para reclamar condiciones dignas, se mantiene viva la lucha por un mundo laboral donde la seguridad no sea un privilegio, sino un derecho inquebrantable.
Son muchas las voces que no se resignan. En cada ciudad, en cada pueblo, hay trabajadores y trabajadoras que se organizan, que se niegan a aceptar que sus compañeros y compañeras sean solo números en una estadística. Hay colectivos que acompañan a las familias en su batalla legal, que presionan a los poderes públicos, que no dejan que los nombres de los fallecidos caigan en el olvido. No es suficiente, pero es un punto de partida. Allí donde las administraciones fallan, donde las empresas dan la espalda, hay ciudadanos y ciudadanas que sostienen la dignidad de quienes han perdido la vida en su puesto de trabajo.
La historia demuestra que los derechos laborales no han sido concesiones gratuitas, sino conquistas arrancadas con esfuerzo y sacrificio. Las jornadas de ocho horas, las inspecciones, los equipos de protección, los descansos obligatorios, todo aquello que hoy parece básico fue conseguido porque alguien, en algún momento, se negó a aceptar la explotación como norma. Hoy, en medio de esta crisis de siniestralidad, el reto es el mismo: exigir, con la misma determinación, que la vida de un trabajador y una trabajadora no valga menos que la productividad de una empresa.
Se necesita un compromiso colectivo para cambiar esta realidad. Desde los trabajadores y las trabajadoras que no deben dudar en denunciar situaciones de riesgo hasta los consumidores que pueden exigir responsabilidad social a las empresas. Desde los periodistas que deben dar visibilidad a estas tragedias hasta los legisladores que tienen el poder –y la obligación– de impulsar reformas urgentes. Si las muertes en el trabajo dejan de ser vistas como accidentes y pasan a considerarse lo que realmente son –consecuencias de un sistema que prioriza el beneficio sobre la vida humana–, el cambio será imparable.
Porque no hay lucha que no pueda ganarse cuando se convierte en un clamor social. Porque hay ejemplos de países que han logrado reducir drásticamente la siniestralidad laboral con leyes estrictas y una cultura de prevención real. Porque ninguna familia debería volver a perder a un ser querido por un descuido que pudo evitarse. Porque cada vez que alguien se levanta contra esta injusticia, está honrando la memoria de quienes ya no pueden alzar la voz. Porque trabajar no puede ser una sentencia de muerte, y porque, mientras haya quien no se rinda, siempre habrá esperanza.
Pero no olvidemos, en los últimos días han muerto trabajadores en Cuenca, Vizcaya, Navarra, Valencia y Murcia. Mañana habrá más. Y pasado también. Y la semana que viene. ¿Cuántos nombres más tendremos que añadir a esta lista antes de que alguien decida que ya basta?