Esta semana es imposible no hablar del aborto. El aborto, que por encima de todas las cosas, es un derecho conseguido para que las mujeres se sientan seguras y puedan elegir libremente como vivir su vida. Un derecho que, incluso a día de hoy, se incumple de manera sistemática en los servicios sanitarios públicos de este país.
Las consideraciones morales alrededor de la interrupción voluntaria del embarazo, impulsadas mayormente por unas normas establecidas por instituciones religiosas, no pueden funcionar como un bloqueo para que las mujeres de toda España, y también de Castilla-La Mancha y también de Toledo, no puedan ejercer un derecho que se ha conseguido con sangre, sudor y lágrimas, de la misma manera que se consiguió el sufragio femenino, la jornada laboral de 8 horas y tantos otros éxitos de la clase trabajadora.
En resumen, con lucha. Con mujeres antes que nosotras poniendo el cuerpo y la vida para asegurarse de que otras no la pierdan.
¿Imaginan, lectoras y lectores, que un día un profesional de la sanidad se niega a realizar un procedimiento, cualquiera, por una creencia? Nadie podría considerar como algo razonable que su profesional de cabecera se declarase en contra de los medicamentos y decidiera dejar de recetarnos la medicina que nos ayudará a cuidarnos.
¿Por qué vemos normal, entonces, que exista entonces una objeción de conciencia generalizada en muchos, sino todos, centros hospitalarios y sanitarios de España?
En el año 2025, parece absurdo seguir saliendo a la calle para exigir un derecho que está reglado por ley. Pero no es absurdo ni tampoco hace gracia: se nos limita para poder acceder a un servicio que no es un capricho de las mujeres. Es una necesidad para poder desarrollarnos como lo que somos, seres humanos capaces de tomar decisiones y velar por nuestro futuro. Siendo madres o no.