
Manifestación con motivo del 8M, Día de las Mujeres, en Toledo / Fotografía: Bárbara D. Alarcón
Cada 8 de marzo, el mundo se llena de discursos sobre igualdad, pero la realidad sigue siendo brutal: la pobreza tiene rostro de mujer. No es una consigna vacía; es la conclusión de numerosos informes que revelan cómo las mujeres, especialmente en América Latina, África y el sur de Europa, siguen siendo las más golpeadas por la precariedad económica, la exclusión laboral y la desigualdad estructural. ¿Cuántos gobiernos se atreven a reconocer que el sistema económico que sostienen es una máquina de fabricar pobreza femenina? ¿Cuántos políticos tienen la valentía de asumir que la feminización de la miseria no es una consecuencia casual, sino un mecanismo intencionado de dominación?
El Banco Mundial lo advierte: las mujeres representan el 70% de las personas en situación de pobreza extrema a nivel global. La ONU alerta que, al ritmo actual, tomará más de 250 años cerrar la brecha económica de género. Mientras tanto, los efectos de la pandemia, la crisis inflacionaria y la falta de políticas públicas efectivas han exacerbado esta desigualdad. Pero aquí no hay casualidades: si la riqueza sigue en manos de los mismos, es porque el poder ha decidido que las mujeres deben seguir sosteniendo el mundo con su trabajo gratuito, con su sumisión económica y con su precariedad estructural.
La precariedad laboral: un castigo de género institucionalizado
Las mujeres no solo acceden a empleos peor remunerados, sino que son las primeras en ser despedidas en tiempos de crisis. Según la OIT, más del 60% de las mujeres en el mundo trabajan en la economía informal, sin acceso a seguridad social ni derechos laborales básicos. En América Latina, la CEPAL ha advertido que la pandemia hizo retroceder una década los avances en inserción laboral femenina, empujando a millones de mujeres a la pobreza. ¿Por qué? Porque la economía global sigue estructurada para que la mujer sea la primera variable de ajuste en cualquier crisis.
Sin embargo, existen modelos económicos alternativos que han demostrado que es posible romper este círculo vicioso. Países como Islandia han implementado regulaciones estrictas sobre la equidad salarial y han establecido licencias parentales igualitarias, logrando reducir significativamente la brecha de género en el mercado laboral. Invertir en la educación y capacitación de mujeres en sectores estratégicos no solo las empodera, sino que dinamiza la economía entera. La igualdad no es un gasto, es la mejor inversión de futuro.
Las madres solteras y la exclusión social: la condena perfecta
Si ser mujer es un factor de riesgo en términos de pobreza, ser madre soltera lo es aún más. En España, el 42% de los hogares monoparentales (en su mayoría liderados por mujeres) viven bajo el umbral de la pobreza, según datos de Save the Children. En América Latina, la situación es aún más alarmante: el 70% de las madres solteras no tienen empleo formal. Son cifras que deberían hacer temblar los cimientos de cualquier democracia, pero que se siguen normalizando con una pasmosa indiferencia.
El acceso a la vivienda, la educación y la salud también se resiente. La ONU ha documentado que las mujeres pobres tienen menos acceso a servicios de salud de calidad y sus hijos están más expuestos a la desnutrición y la violencia. La pobreza femenina no es solo un problema económico, es una crisis humanitaria sostenida por la inacción política.
No obstante, hay redes de apoyo comunitario y cooperativas lideradas por mujeres que están desafiando este destino impuesto. Organizaciones de base están impulsando sistemas de financiamiento solidario, cooperativas de consumo y redes de crianza compartida que ofrecen alternativas viables frente a la exclusión. La resistencia organizada es el primer paso hacia la transformación estructural.
Políticas públicas: de la retórica a la acción o la traición
El 8M no puede ser solo una fecha de discursos vacíos. Se necesitan políticas públicas contundentes: igualdad salarial real y fiscalización efectiva, acceso prioritario a créditos para mujeres emprendedoras, sistemas de cuidado infantil gratuitos y universales, y una legislación que castigue la violencia económica contra las mujeres. Pero, sobre todo, se necesita voluntad política. No más “compromisos” abstractos. No más “planes” sin presupuesto. No más cinismo institucional.
Es urgente que los gobiernos dejen de maquillar sus discursos y empiecen a redistribuir el poder y la riqueza. Si la pobreza tiene rostro de mujer, la justicia social debe tener rostro de Estado. Este 8 de marzo, la pregunta no es si seguimos marchando: la pregunta es qué gobierno está dispuesto a transformar el sistema que nos condena a la miseria.
Porque si la economía global no cambia, si la justicia sigue siendo una farsa y si los gobiernos continúan administrando la pobreza en lugar de erradicarla, la lucha feminista no será solo una demanda de derechos: será una declaración de guerra contra un sistema que nos quiere sumisas, pobres y explotadas.
El cambio está en marcha: la revolución de las mujeres y el desafío del siglo XXI
Pero aquí están, vivas, organizadas, y dispuestas a cambiarlo todo. La historia ha demostrado que cuando las mujeres se levantan, nada las detiene. Desde las obreras textiles de Nueva York hasta las huelguistas feministas en Argentina y las lideresas indígenas en América Latina, la lucha no solo resiste: avanza. Y avanza con cada mujer que se educa, que rompe el silencio, que desafía las normas impuestas, que se une a una causa y que decide no conformarse.
Ahora bien, ¿dónde estamos los hombres en esta lucha? No podemos limitarnos a la simpatía pasiva ni a la indignación momentánea. Es hora de reconocer que el machismo económico nos atraviesa a todos y que la desigualdad de género es una herida que desangra a nuestras sociedades. La pobreza de las mujeres no es un problema exclusivo de ellas; es una deuda pendiente de la humanidad entera.
Porque hay un futuro posible en el que la pobreza deje de tener rostro de mujer. Un futuro donde la equidad no sea un favor, sino un derecho. Donde las niñas nazcan con las mismas oportunidades que los niños. Ese futuro se construye hoy, con cada decisión política, con cada política pública bien diseñada, con cada comunidad que se organiza y con cada mujer que se niega a aceptar la miseria como destino.
No queremos compasión, queremos derechos. No queremos beneficencia, queremos justicia. Y no nos detendremos hasta que la miseria femenina sea un vestigio del pasado. La pregunta, en este siglo XXI, es clara: ¿estamos dispuestos y dispuestas a cambiarlo todo? Porque si la historia la escriben los que ganan, nosotros, hombres y mujeres, estamos aquí para ganarla juntos y juntas.