Hay días que, más que fechas, son oportunidades. Días que no deberían medirse por lo que ya hemos hecho, sino por lo que aún podemos llegar a ser. La Jornada Mundial de los Pobres es uno de ellos. No es un recordatorio triste ni un gesto de buena voluntad que se disuelve al caer la tarde; debería ser una ocasión colectiva para repensarnos, para reorganizar lo que creemos que sabemos, para preguntarnos qué quiere decir hoy estar verdaderamente cerca de quienes viven situaciones de vulnerabilidad profunda. Es, por encima de todo, una invitación a abrir puertas.
No se trata de insistir en la crítica ni en la denuncia; eso ya lo escuchamos todos los días y, a veces, sin quererlo, nos endurece. Más necesario es asumir el horizonte que esta Jornada ofrece: una posibilidad, un comienzo, un punto de partida que nos permite mirar la pobreza no solamente como dolor, sino también como lugar de encuentro y de oportunidad. Oportunidad para incluir, para transformar, para escuchar, para acompañar, para construir desde abajo un tejido que muchas comunidades han comenzado a recomponer con paciencia, con creatividad, con humanidad.
Cuando hablamos de pobres, hablamos de rostros concretos. No de números, no de categorías, no de problemas abstractos. Hablamos de familias que viven al límite, de trabajadores que no logran sostenerse con lo que ganan, de migrantes que buscan un espacio seguro, de jóvenes sin oportunidades reales, de ancianos que sobreviven más que viven. Y hablamos también, y a veces no lo hacemos suficiente, de quienes viven privados de libertad, de quienes están cautivos no sólo por una sentencia judicial, sino por una cadena de circunstancias que se inició mucho antes del ingreso a una prisión: historias de abandono, de precariedad, de silencio. Visibilizar también estos rostros es abrir un capítulo imprescindible de la dignidad humana.
La Jornada tiene la fuerza de lo simbólico, pero también la capacidad de impulsar procesos muy reales. Es un día para volver a preguntarnos qué significa hoy acompañar. Acompañar no es simplemente entregar ayuda o cubrir una necesidad. Acompañar significa involucrarse, escuchar, caminar a la par, reconocer capacidades, permitir que la persona sea protagonista y no objeto pasivo de intervenciones. Acompañar es entender que el pobre no es un receptor, sino un actor; no es un problema, sino un potencial; no es un límite, sino una posibilidad de encuentro. Allí donde se da un acompañamiento auténtico, de persona a persona y también de institución a comunidad, se generan caminos de cambio que ninguna política aislada puede producir.
Esta Jornada también nos invita a repensar el trabajo, ese espacio esencial donde se juega la dignidad cotidiana. El trabajo digno es más que un salario mínimo: es la posibilidad de construir un proyecto de vida, de sentirse reconocido, de desarrollarse, de participar. Sin trabajo con derechos y sin condiciones humanas, cualquier esfuerzo de inclusión queda incompleto. Aquí surge la gran oportunidad de tender puentes entre sectores que a veces caminan separados: empresas, sindicatos, instituciones sociales, centros educativos, administraciones públicas. La Jornada puede convertirse en un momento privilegiado para que surjan compromisos concretos: programas de contratación inclusiva, formación profesional para personas con historial de exclusión, itinerarios de inserción laboral dentro y fuera de las prisiones, proyectos de emprendimiento social. Allí donde se genera trabajo digno, la pobreza retrocede.
Pero la transformación no es solo externa: también es mental, cultural, simbólica. Para que una comunidad pueda sostener procesos de inclusión, necesita primero querer ver la realidad de otro modo. Necesita dejar atrás tópicos y estigmas que pesan sobre los pobres y sobre los presos. Necesita asumir que nadie se construye solo, que todos somos frágiles en algún aspecto, que la vulnerabilidad forma parte de la condición humana. La Jornada nos ayuda a cultivar una sensibilidad nueva: a escuchar antes que juzgar, a comprender antes que clasificar, a mirar antes que etiquetar. Cuando cambia la mirada, cambian las decisiones. Cuando cambian las decisiones, cambia la realidad.
"Si hoy abrimos puertas, si hoy tendemos manos, si hoy escuchamos historias que quizás nunca antes habíamos querido o sabido escuchar, ya estamos cambiando algo. Y cambiar algo, aunque sea pequeño, es el principio de cambiarlo todo".
Esa sensibilidad renovada también abre puertas a alianzas duraderas. Ninguna institución, por más buena voluntad que posea, puede transformar por sí sola las condiciones que generan exclusión. Por eso esta Jornada puede convertirse en una ocasión para fortalecer la colaboración entre organizaciones civiles, comunidades religiosas, universidades, administraciones y empresas. Cada una aporta algo distinto: unas aportan cercanía y tejido comunitario; otras, profesionalidad y recursos; otras, investigación y evaluación; otras, capacidad de generar empleo. La sinergia multiplica los resultados. La Jornada puede ser el punto de encuentro donde se trazan horizontes comunes y se acuerdan pasos concretos que trascienden la buena intención y se convierten en proyectos estables.
Pero hay un aspecto todavía más profundo: esta Jornada es un recordatorio de que la pobreza interpela a cada persona, no sólo a instituciones o gobiernos. Nos invita a preguntarnos qué podemos aportar desde nuestra cotidianidad. A veces creemos que el cambio social exige grandes gestos, pero una cultura de cercanía se construye con pequeños movimientos: un consumo responsable, un voluntariado bien planteado, una escucha real, una participación activa en iniciativas comunitarias, una palabra de apoyo, una mirada que dignifica. La Jornada nos recuerda que todos tenemos un papel, que todos somos necesarios, que nadie es demasiado pequeño para generar un cambio.
La clave está en no reducir este día a un momento puntual. La Jornada puede ser memoria, sí, pero sobre todo puede ser impulso. Puede ser el inicio de un ciclo anual de compromiso, de evaluación, de creatividad social. Puede ser el día en que empezamos a transformar lo episódico en estable, lo asistencial en estructural, lo espontáneo en organizado. Puede ser la ocasión para afirmar que la dignidad humana no es negociable y que el cuidado mutuo es la base de cualquier sociedad verdaderamente humana.
Si hoy abrimos puertas, si hoy tendemos manos, si hoy escuchamos historias que quizás nunca antes habíamos querido o sabido escuchar, ya estamos cambiando algo. Y cambiar algo, aunque sea pequeño, es el principio de cambiarlo todo. Esta Jornada nos invita precisamente a eso: no a lamentar lo que falta, sino a construir lo que viene; no a quedarnos en el diagnóstico, sino a convertirnos en artesanos del camino; no a mirar la pobreza desde lejos, sino a caminar cerca, muy cerca, de hombres y mujeres que merecen, como todos, una vida plena.
Si la Jornada Mundial de los Pobres se convierte en una ocasión para regenerar nuestra mirada, fortalecer nuestras manos y ampliar nuestro corazón, entonces no habrá sido solo un día. Habrá sido un comienzo, un punto de inflexión en la manera en que nos relacionamos con quienes viven situaciones de fragilidad. Un comienzo que nace de pequeños gestos, de encuentros concretos, de decisiones visibles y también de transformaciones interiores que nos enseñan a mirar de otra manera.
Porque lo que realmente cambia la historia no es la intensidad de un solo momento, sino la constancia con la que dejamos que ese momento nos inspire a seguir actuando. Si permitimos que esta Jornada nos mueva a sostener procesos, a mantener la cercanía y a crear espacios reales de inclusión, entonces estaremos construyendo algo que perdura. Y así, día a día, con pasos quizá modestos, pero profundamente humanos, podremos hacer que este comienzo se transforme en vida compartida, en comunidad que crece y en esperanza que se ensancha para todos.










