
Imagen de una persona durmiendo en los soportales del edificio de la Delegación del Gobierno, frente a la plaza de Zocodover de Toledo / Imagen: cedida
Cada 17 de octubre, gobiernos y organismos internacionales repiten el ritual de la retórica sobre la pobreza: discursos, informes, campañas simbólicas. Pero mientras la solemnidad dura un día, millones de personas siguen viviendo en la miseria, invisibilizadas y culpadas por su propia situación.
Es hora de romper la mentira: la pobreza no es culpa de los pobres. Es el resultado de decisiones políticas, económicas y sociales que concentran riqueza, precarizan el trabajo y perpetúan la desigualdad. Detrás de esta perpetuación está la aporofobia: el desprecio, el miedo y el rechazo al pobre que convierte la exclusión en norma y la indiferencia en virtud.
El mito de la meritocracia ha sido la principal herramienta ideológica de esta violencia. Como analiza con precisión Máximo E. Jaramillo Molina en Pobres porque quieren: Mitos de la desigualdad y la meritocracia, se nos enseña que la pobreza es elección, que el esfuerzo individual lo determina todo y que el éxito depende exclusivamente del talento o la voluntad.
Esa narrativa sirve para justificar privilegios, para responsabilizar a las víctimas de su situación y para anestesiar la conciencia social. La aporofobia funciona a la perfección en ese marco: el pobre no solo sufre exclusión material, sino que es culpabilizado, señalado y despreciado.
Romper este mito requiere acción política inmediata y contundente. No basta con discursos, campañas de sensibilización o donaciones simbólicas. La pobreza se combate garantizando salarios dignos, derechos laborales efectivos, educación y salud públicas universales, vivienda adecuada, acceso a servicios esenciales y fiscalidad progresiva.
Se combate cuando los gobiernos y las instituciones dejan de proteger los intereses de los ricos y comienzan a asumir su responsabilidad en la producción de miseria. La pobreza no es natural: es estructural y política, y mantenerla es un acto deliberado.
El ámbito laboral es el terreno donde esta injusticia se expresa con mayor claridad. Salarios insuficientes, jornadas extenuantes, contratos temporales, despidos arbitrarios y criminalización de la protesta son prácticas habituales. Los trabajadores precarizados sostienen la riqueza de todos y, al mismo tiempo, son despojados de su dignidad y de sus derechos. La aporofobia laboral los convierte en “excedentes” sociales, invisibles y despreciables, mientras que los poderosos acumulan riqueza y privilegios sin límite.
Este 17 de octubre no hay lugar para la neutralidad. Hay que denunciar a quienes producen y sostienen la pobreza, a quienes la naturalizan y a quienes la justifican con falsos mitos. Hay que exigir políticas públicas que redistribuyan recursos, leyes laborales que protejan a los trabajadores, educación y salud universales, salarios dignos y seguridad social para todos. Estar junto, con y para los pobres no es beneficencia: es política, justicia y obligación ética.
Romper el mito de que la pobreza es culpa de los pobres significa enfrentar a los poderosos, cuestionar la estructura económica y transformar la cultura que normaliza la
desigualdad. La pobreza no es un destino individual, sino una deuda histórica que la política puede saldar. Este 17 de octubre, no se trata de recordar a los pobres, sino de ponerse de su lado y exigir con fuerza lo que les pertenece por derecho: justicia, dignidad y vida.