La pobreza en España, según el último informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN-ES), ha descendido a su nivel más bajo en una década. En términos estadísticos, el dato podría parecer alentador: el 25,8 % de la población, unos 12,5 millones de personas, vive en riesgo de pobreza o exclusión social, una mejora en comparación con años anteriores. Pero estos números, sin contexto, son peligrosamente engañosos. Porque lo que permanece inalterable, y debería escandalizar a cualquier gobierno que se diga comprometido con los derechos humanos, es el núcleo duro de la exclusión: más de cuatro millones de personas viven en pobreza severa, atrapadas en una espiral que ninguna política pública ha conseguido romper.
No es la primera vez que se nos presenta esta paradoja: mejora la macroeconomía, pero no mejora la vida de quienes más lo necesitan. Es, en realidad, la prueba irrefutable de que el crecimiento económico no es una estrategia de redistribución. Que la pobreza no es solo una cuestión de renta, sino de poder. Y que las políticas sociales, cuando se diseñan desde arriba, sin contacto real con las comunidades afectadas, sin participación activa de las personas empobrecidas, se convierten en meros parches, en gestos sin eficacia estructural.
El problema no está en que haya personas pobres. El problema está en que las políticas públicas (municipales, nacionales, autonómicas, europeas) siguen permitiendo que las haya. Porque la pobreza no es un fenómeno natural. No es una tormenta. No es un virus. Es el resultado directo de decisiones políticas: sobre fiscalidad, vivienda, educación, empleo, cuidado. Y, especialmente, de decisiones sobre a quién se escucha y a quién no. Mientras los gobiernos celebren la mejora de indicadores sin preguntarse por qué millones de personas siguen excluidas del contrato social, seguirán gobernando para las estadísticas y no para las personas.
La pobreza severa —ese lugar donde no hay ingresos suficientes para pagar la luz, el gas, el alquiler, ni para llenar la nevera— no es un fenómeno marginal. Es estructural. Está integrada en los pliegues de nuestro modelo económico. Y afecta de forma mucho más agresiva a determinados grupos: mujeres, hogares monoparentales, familias numerosas, personas con discapacidad, migrantes, jóvenes sin red familiar. No hay neutralidad en la exclusión: la desigualdad de clase se cruza con la de género, origen y condición, y la agrava. Y la política no puede seguir ignorando esta intersección. No puede seguir gestionando la pobreza como un “fallo del sistema”: la pobreza es el sistema.
Especial mención merece la pobreza infantil, donde España lidera un ranking vergonzoso a nivel europeo. Más de 2,3 millones de niños y niñas viven en hogares en riesgo de exclusión. Más de la mitad de los menores en familias monoparentales o numerosas está atrapado en esta situación. ¿De qué sirve una economía en crecimiento si nuestros hijos crecen sin oportunidades? ¿Qué sentido tiene hablar de progreso cuando condenamos a generaciones enteras a repetir el ciclo de la exclusión? Es aquí donde el Estado del bienestar se revela como lo que hoy es: un edificio con goteras, erosionado por políticas fiscalmente cobardes y socialmente insuficientes.
El informe de EAPN deja claro que la acción de los gobiernos apenas consigue reducir la pobreza infantil, unos datos que son el resultado de priorizar la estabilidad presupuestaria sobre la justicia social, de considerar la pobreza como un tema menor, subsidiario, gestionable. Pero la pobreza no se gestiona: se combate. Y se combate con redistribución, con justicia fiscal, con políticas públicas decididas y, sobre todo, con participación directa de las personas que la padecen.
Porque no basta con hacer políticas “para los pobres”. Hay que hacer políticas “con los pobres”. Y aún más: desde su experiencia, desde su saber, desde su capacidad de agencia. Trabajar desde abajo no es una consigna romántica. Es la única vía ética y eficaz. Porque nadie conoce mejor las trampas de la exclusión que quienes viven en ellas. Y sin ellos, no hay transformación posible. El paternalismo institucional, la verticalidad técnica, el diseño frío desde ministerios o consejerías, por bienintencionado que sea, no pueden sustituir la urgencia de la democracia participativa, del poder compartido, de la co-creación de políticas públicas.
Este país no puede seguir levantando políticas sin garantizar el derecho a la vivienda, al empleo digno, a una educación transformadora, a unos servicios de cuidado accesibles y gratuitos. No puede seguir mirando hacia otro lado mientras millones viven sin dignidad. Y no puede, no debe, dejar que el relato tecnocrático del progreso borre la indignación moral que debe acompañar toda desigualdad extrema.
La pobreza es violencia estructural. Es una forma de guerra silenciosa contra los cuerpos y vidas de quienes no pueden consumir, no pueden producir, no pueden votar con la misma fuerza. Combatirla no es una tarea de beneficencia ni de buena voluntad. Es una exigencia democrática. Es una obligación política. Es un imperativo moral.
Y por eso, no basta con informes. No basta con diagnósticos. Necesitamos voluntad, decisión, coraje. Porque mientras haya pobreza extrema en este país, no hay democracia real. Y mientras sigamos diseñando políticas desde el centro del poder, sin mirar desde las periferias del sufrimiento, no habrá justicia. Solo una fachada.
La pregunta ya no es si podemos erradicar la pobreza. Es si estamos dispuestos a hacerlo. Y eso, como todo lo importante, no se responde con palabras. Se responde con acciones. Y con una política que escuche desde abajo, actúe desde abajo, y repare desde abajo. Porque la dignidad, como la libertad, o es para todos, o es privilegio.