Durante muchos milenios, la vida de la mayor parte de los hombres ha estado fuertemente vinculada a un lugar: nuestro pueblo, nuestra virgen o nuestros ancestros, que al fin y al cabo eran prácticamente lo mismo. El lugar al que pertenecíamos era el elemento fundamental de nuestra identidad colectiva y la base de cualquier organización social.
Podemos decir que los pueblos y ciudades tradicionales se cuidaban solos. Cada vecino, y por supuesto las instituciones que los representaban, tomaban decisiones a largo plazo porque todos íbamos a seguir allí para contarlo, disfrutarlo o padecerlo. El carnicero cuidaba la carne que te vendía, el maestro tenía que mirar a la cara a sus antiguos alumnos cuando eran hombres o mujeres hechos y derechos, y un alcalde no podía huir al Congo al finalizar su mandato, seguía dando la cara ante sus vecinos hasta el final de sus días.
Más allá de las leyes y las instituciones, la vinculación permanente con los lugares era la mejor garantía de que las cosas se hicieran bien.
En las últimas décadas, sin embargo, estamos acabando de forma acelerada con esta vinculación ancestral. Ya no somos de ningún sitio y el desarraigo implica una forma de vivir sustancialmente diferente, aparentemente más libre pero también menos responsable. Habitamos continuamente lugares que no consideramos nuestros, donde nadie nos vigila, y suponemos que son otros los que deben cuidarlos. Cada vez nos comportamos más como transeúntes y menos como ciudadanos, como invitados de lujo en una ciudad abierta a nuestra disposición que no tenemos que cuidar porque no nos pertenece.
La disolución de la sensación de pertenencia a un lugar es una consecuencia del incremento de la movilidad, el uso masivo del automóvil y el consiguiente ensanchamiento de nuestro espacio vital. El trabajo, el ocio, el colegio de los niños, el centro comercial e incluso los amigos con lo que nos tomamos las cañas se han ido dispersando poco a poco por un territorio cada vez más amplio. Sabemos dónde dormimos, pero ya no sabemos donde vivimos, y mucho menos de dónde somos.
El turismo está fagocitando todos los lugares con alguna identidad digna de ocupar un anuncio publicitario y nuestro espacio vital sigue ampliándose y diluyéndose hasta el infinito"
Empoderados por unos medios de transporte cada vez más asequibles y animados por imágenes de paraísos idílicos, nos hemos hecho al mismo tiempo turistas compulsivos y recorremos el mundo como espectadores. Compramos segundas residencias y consumimos lugares como si fueran golosinas. Da igual que sean ciudades, montañas, playas, escenarios de película o lugares de buceo. El turismo está fagocitando todos los lugares con alguna identidad digna de ocupar un anuncio publicitario y nuestro espacio vital sigue ampliándose y diluyéndose hasta el infinito.
El último capítulo, por ahora, de esta revolución antropológica es el teletrabajo e Internet. Ya no necesitamos coches, ni centros comerciales, ni centros de trabajo, porque podemos relacionarnos con el universo líquido desde cualquier lugar del mundo a través de la pantalla de nuestro smartphone. La relación con el lugar del que habita en las redes informáticas se ha vuelto difusa y transitoria. Estamos en algún sitio porque tenemos un cuerpo, pero es como si flotáramos en el espacio.
A largo plazo es posible que un modo de vida más nómada, basado más en las redes que en los lugares y las relaciones de vecindad, acabe formando aglomeraciones mas parecidas a los campamentos que a las ciudades, con edificaciones e infraestructuras mucho más ligeras que las actuales, ciclos de vida más cortos, fácilmente adaptables e incluso trasladables, pero de momento vamos a seguir utilizando los pueblos y ciudades que ya tenemos, aunque solo sea porque ya están ahí y fueron construidas para durar.
El problema es que durante este periodo transitorio, el traje no está hecho a nuestra medida, no sabemos cuidarlo y las costuras se rompen. Los mecanismos automáticos que garantizaban la convivencia el la vieja ciudad han dejado de funcionar.
En este punto quiero compartir con los lectores una reflexión: Nos consideramos más libres porque podemos movernos más y han desaparecido los controles de nuestros vecinos y de nuestros padres, pero no hay libertad sin reglas, y si rompemos los vínculos que mantenían cohesionada tradicionalmente a la sociedad tendremos que sustituirlos por otros.
El ideal de vida aislada e independiente es un espejismo, un intento de escapar de la realidad. Aunque pueda resultar contraintuitivo, el modo de vida más nómada e independiente que estamos adoptando requiere normas más estrictas, instituciones y servicios comunes más fuertes, y sobre todo, espacios públicos mejor gestionados que los de la vieja ciudad. No podemos seguir escapándonos de las responsabilidades colectivas y abandonando el espacio público en nombre de la libertad.
Tomará su tiempo, pero cuanto antes empecemos a ser conscientes del problema antes encontraremos las soluciones que necesitamos. De momento estamos avanzando en sentido contrario.
Artículo de opinión de Tomás Marín Rubio, arquitecto