Hay un momento en el que las palabras dejan de ser advertencias para convertirse en diagnósticos. Ese momento es ahora. Porque lo que alguna vez fue prejuicio social, desdén de clase o ceguera selectiva, hoy tiene forma de programa. De doctrina. De estrategia electoral. La aporofobia ya no es sólo un sentimiento: es una política. Y está avanzando.
No hay gesto más brutal de una sociedad que elegir como enemigo al que no tiene nada. No hay mensaje más perverso que señalar al pobre como el causante del colapso social. Y, sin embargo, es eso exactamente lo que está ocurriendo. Con cinismo, con método, con recursos. Y, lo más grave, con la pasividad de quienes deberían interponerse.
Se está construyendo un nuevo sentido común: que la pobreza molesta, que el pobre incomoda, que el migrante amenaza. Se instala que no hay lugar para todos, y que ese lugar escaso debe defenderse. ¿De quién? De los que vienen con menos. De los que llegan con la vida a cuestas, cruzando fronteras, selvas, océanos, alambrados, semáforos, prejuicios. Se los culpa por venir, se los estigmatiza por quedarse y se los condena por existir.
No es casual. No es un descuido del debate. Es cálculo. Algunos sectores políticos, ni vale nombrarlos porque se alimentan del escándalo que generan, han comprendido que el odio ordena. Que señalar al pobre es más fácil que explicar la desigualdad. Que apuntar al migrante es más redituable que denunciar al evasor. Que dividir a los de abajo es la manera más eficaz de sostener los privilegios de los de arriba.
Y ahí aparece el relato perfecto: los pobres "de acá" contra los pobres "de allá". El trabajador informal contra el mantero. El desocupado contra el migrante. La clase media empobrecida contra el indigente. Todos enfrentados por las sobras de un sistema que no piensa en ellos más que como votos o amenaza.
Lo que se está construyendo es un modelo de ciudadanía excluyente, de frontera social. Una lógica que separa a los que “merecen” derechos de los que sólo “ocupan espacio”. Y en esa frontera simbólica, el migrante pobre se convierte en el símbolo máximo del despojo permitido. No tiene red, no tiene lobby, no tiene patria que lo reclame. Por eso, se lo elige como blanco.
Y mientras tanto, ¿qué hace el resto del espectro político? ¿Dónde están los que se dicen herederos de las luchas populares? ¿Dónde están los que llevan los derechos humanos como bandera? ¿Dónde están las voces institucionales que deberían decir: “con los pobres, siempre; contra los pobres, nunca”?
Callan. O lo que es peor: calculan. Temen “quedar pegados”. No quieren perder votos de sectores que compraron el discurso del miedo. Y entonces, por cuidar el centro político, entregan el alma del proyecto democrático. Porque no hay democracia posible si se la construye sobre la exclusión. Porque no hay justicia social si no hay coraje para defender a los más débiles cuando todos los demás los están señalando.
Ser pobre no es un crimen. Migrar no es un delito
Ser pobre no es un crimen. Migrar no es un delito. Tener hambre no es una amenaza a la seguridad. Lo verdaderamente peligroso es naturalizar que haya vidas prescindibles. Lo alarmante es discutir si alguien tiene o no derecho a recibir atención médica, educación, abrigo o un plato de comida. Porque cuando empezamos a preguntarnos quién merece derechos, dejamos de ser una sociedad y nos convertimos en una jauría.
Esto no es una batalla de eslóganes. Es una disputa política, cultural y ética. Y hay que darla. En la calle, en los medios, en el Congreso, en las aulas, en los micrófonos. Hay que decirlo con claridad: la aporofobia no es “una opinión más”. Es una forma de violencia institucionalizada, de racismo de clase, de crueldad sofisticada. Y hay que enfrentarlo no desde la tibieza técnica, sino desde una posición política innegociable: con los pobres, del lado de los pobres, sin pedir disculpas.
No es una cuestión de piedad. Es una cuestión de justicia. No se trata de dar limosna, sino de reconocer derechos. No se trata de tolerar al migrante, sino de integrarlo como sujeto político. No se trata de ocultar la pobreza, sino de construir una sociedad donde ser pobre no signifique estar condenado.
Quieren convencernos de que no hay lugar para todos. Pero el verdadero problema no es la falta de espacio, sino la concentración del poder, de la tierra, del ingreso, de la palabra. No sobran pobres: sobran indiferentes, sobran cínicos, sobran operadores que se enriquecen sembrando miedo.
Por eso, frente al discurso del odio y el castigo, es urgente una política pública decidida, profunda y valiente que mire a la pobreza de frente y se comprometa a erradicarla desde su raíz estructural. No con discursos bienintencionados ni con asistencialismo de emergencia, sino con programas de inclusión productiva, acceso a la vivienda digna, sistemas de salud y educación garantizados, empleo formal, reconocimiento de saberes populares, renta básica, integración urbana real y políticas migratorias que abracen en vez de perseguir.
La justicia social no es una utopía romántica. Es una estrategia racional para construir paz, cohesión y humanidad en una sociedad fragmentada. Es el único camino serio hacia la convivencia democrática. Y es posible si se gobierna con el corazón en las barriadas y la cabeza en políticas públicas que reparen, igualen y liberen. El compromiso tiene que ser con el pueblo pobre, no para contenerlo, sino para construir con él un proyecto de país en el que nadie valga menos por tener menos.
Hay que levantar la voz. No para indignarse un rato en redes sociales, sino para disputar el sentido común. Para correr el eje del debate. Para decir que la verdadera inseguridad es que haya gente durmiendo en la calle mientras los poderosos blindan sus privilegios. Que la verdadera amenaza es una política que necesita excluir para existir. Que el verdadero desorden es una economía que produce millones de descartables.
La historia no absuelve a los neutrales. O se está del lado de los que son expulsados, o se está con quienes los empujan. O se construye una política con y para los pobres, o se es parte de la maquinaria que los culpa, los persigue, los borra.
Y si este momento exige tomar partido, que no quepa duda de dónde estamos: del lado de quienes no tienen nada, pero todavía no lo han perdido todo.