Los grandes centros comerciales, como tantas otras cosas, son un invento americano que empezó a llegar a España en los años 80 del pasado siglo coincidiendo con la expansión de las políticas neoliberales de R. Reagan y M. Thatcher, la apertura económica de China capitaneada por Deng Xiaoping, el desmantelamiento de la industria en occidente, la democracia y el estado autonómico en España, y el crecimiento incontenible de las ganas de hacerse rico en todo el mundo.
Por suerte o por desgracia, Castilla-La Mancha es una región periférica, y la “modernidad” en forma de grandes centros comerciales llegó un poco más tarde. Si la memoria no me falla, el primero de nuestra región debió ser “Los Llanos”, en Albacete (1990). Después vendría “El Parque” de Ciudad Real (1991), que ya se ha vendido a precio de saldo y ha alcanzado la inestimable cifra de 236 seguidores en Facebook. “El Mirador de Cuenca” (2002), “Imaginalia” (2005) y “Albacenter” (2018) en Albacete, “Ferial Plaza” en Guadalajara (2007), “Los Alfares” en Talavera (2005), “Luz del Tajo” (2004), “Puerta de Toledo” (2005) y “La Abadía” (2011) en Toledo, y alguno más de cuyo nombre no puedo acordarme.
No hace falta ser mayor para recordar el triunfalismo con el que se anunciaba la llegada de cada uno de estos templos del consumo a nuestras ciudades, porque su historia es muy corta.
Si atendemos a las noticias de la época, todos nos sentíamos orgullosos de poder disfrutar, por fin, de las luces de neón y las maravillosas calles cubiertas, climatizadas y convenientemente vigiladas por compañías de seguridad privada, que venían a sustituir a las anticuadas calles públicas de toda la vida. Una ciudad sin centro comercial no era una ciudad, y los representantes políticos del más alto nivel competían para capitalizar la euforia colectiva anticipando anuncios de creación de puestos de trabajo o presidiendo inauguraciones.
En un primer momento, el ancla de estos centros eran los hipermercados de alimentación, que fueron los verdaderos impulsores de la fórmula al comprobar que resultaban más atractivos para sus clientes motorizados si incorporaban una oferta comercial complementaria a su alrededor que hiciera más justificable el viaje a las afueras.
Después, a medida que las novedades iban perdiendo fuelle, se irían incorporando los restaurantes, boleras, salas de cine, rocódromos, tirolinas y hasta pistas de sky climatizadas. El principal atractivo de estos centros ya no eran las compras, sino el ocio. Había que hacer lo que fuera con tal de llamar la atención de unos clientes saturados de “experiencias”. Vendedores de sueños para sacar a los clientes de su casa y atraerlos hacia el centro comercial.
Pero las fórmulas comerciales se agotan muy deprisa, como las nuevas decoraciones de las discotecas. Muchos centros han cambiado de manos, intentan cambiar de cara e incluso se amplían, como Los Alfares, pero no siempre consiguen remontar.
En la pasada década el mundo ya sabía que los centros comerciales tenían poco recorrido. Nada menos que en 2014, el portal Idealista ya advertía que en EEUU apenas se habían proyectado nuevos centros desde 2006, y que muchos de los existentes estaban siendo abandonados. Desde entonces, han sido frecuentes los estudios y noticias relacionadas con este tema, como la publicada por el diario El País en 2019, advirtiendo de la excepción española. Por lo visto, antes de la pandemia los españoles ya éramos los únicos occidentales que seguíamos encantados con este tipo de centros.
Internet está acabando con sus tiendas, sus famosas locomotoras (hipermercados) han perdido la batalla frente a instalaciones más pequeñas y accesibles repartidas por toda la ciudad, nuestra imaginación se satura de experiencias de ocio edulcoradas, el automóvil privado empieza a reconocerse en muchas instancias como el demonio que siempre fue, y la pandemia está reforzando las actividades al aire libre frente a los espacios cerrados. La excepción española se acaba.
Los últimos en resistir, de momento, son los llamados parques de medianas, con grandes tiendas de decoración, equipo deportivo, servicios del automóvil, muebles, bricolaje, electrónica etc. alrededor de un inmenso aparcamiento, pero nadie está a salvo de Internet, y poco a poco se irán transformado en algo mas parecido a un centro logístico o de recogida de grandes paquetes que a un centro comercial. Ya no serán centros urbanos artificiales como los centros comerciales clásicos, sino más bien polígonos industriales especializados.
¿Qué hacemos ahora con estos monstruos, y con todo lo que hemos construido a su alrededor? Para sus promotores es un mal menor, porque los ciclos de amortización de este tipo de inversiones son muy cortos y en la mayor parte de los casos ya se habrán amortizado, pero para nosotros, y para las ciudades en las que vivimos, es distinto.
Durante las últimas décadas los centros comerciales han absorbido gran parte de las funciones que antes se desarrollaban en los centros urbanos. Allí paseábamos, íbamos al cine, tomábamos unas tapas, celebrábamos los cumpleaños de los niños, veíamos escaparates y nos encontrábamos con los amigos. Hemos cerrado el resto de las tiendas, abandonado las antiguas calles comerciales, construido autopistas y reconfigurado físicamente toda la ciudad a velocidad de vértigo alrededor de unos templos que ahora se hunden.
Los grandes centros comerciales acabarán cerrando uno tras otro, y va a ser muy difícil reutilizar sus edificaciones e infraestructuras para otros usos, así que debemos prepararnos para digerir su ruina. Nuestro reto será evitar que su ruina nos arrastre, e intentar recuperar la ciudad que se dejo seducir por sus cantos de sirena mientas la música estuvo sonando.