Hace una semana que el Informe FOESSA 2025 sobre exclusión y desarrollo social en Castilla-La Mancha vio la luz. Una semana entera. Y lo que más sorprende no es el contenido del informe, sino el silencio que lo ha rodeado. Un silencio que no es ingenuo ni casual. Un silencio que habla alto. Un silencio que dice que preferimos mirar hacia otro lado, discutir lo urgente del día a día, entretenernos en polémicas menores y dejar en la penumbra la fractura social que se extiende frente a nosotros.
En estos días ha habido titulares, alguna portada aislada, declaraciones rápidas, gestos institucionales. Pero no ha habido lo esencial: una sociedad conmocionada por lo que ha leído. No ha habido un debate sostenido. No ha habido una sacudida. El informe FOESSA llegaba para despertarnos, pero Castilla-La Mancha se dio la vuelta en la cama.
Y sin embargo la fotografía que ofrece el informe no permite bajar la mirada. Una de cada cinco personas vive en exclusión social. La exclusión severa crece. La infancia sufre tasas insoportables de exclusión. Las personas migrantes soportan cargas sociales que el resto no ve. La vivienda está expulsando a miles de familias del horizonte de estabilidad. La salud mental se convierte en un muro más. Y la exclusión educativa y ciudadana se amplía a un ritmo que debería preocupar a cualquiera que crea en la democracia.
Pero lo que quizá duela más que todas esas cifras es la evidencia que atraviesa el informe: hemos normalizado la exclusión. La hemos domesticado. La hemos vuelto paisaje. Y cuando una sociedad normaliza la exclusión, empieza a convivir sin darse cuenta con una emoción peligrosa y destructiva: la aporofobia, el rechazo sutil o explícito a las personas pobres, el desdén hacia quiénes peor lo pasan, la idea de que la pobreza es un fallo individual más que una responsabilidad colectiva.
La aporofobia se manifiesta cuando pasamos página demasiado rápido. Cuando culpamos al pobre de su pobreza. Cuando evitamos el contacto con la realidad social porque “no va con nosotros”. Cuando preferimos mantener intacta la comodidad de nuestras rutinas antes que preguntarnos por qué hay cientos de miles de personas fuera del bienestar del que disfrutamos. Y, sobre todo, cuando creemos que la exclusión es una especie de fenómeno natural al que solo se aproximan los especialistas.
No. La exclusión no es una ley de la física. Es una construcción política y social. Y nuestra indiferencia es uno de sus ladrillos.
Por eso el informe FOESSA no interpela solo a los gobiernos, aunque también lo haga. Interpela sobre todo a la sociedad. A cada ciudadano y ciudadana. A quienes viven cómodamente instalados en la idea de que “hay problemas más urgentes”. A quienes piensan que las decisiones públicas solo competen a los responsables políticos. A quienes creen que la desigualdad extrema es un asunto lejano porque no la vemos en nuestro círculo inmediato.
En Castilla-La Mancha se empieza a percibir algo inquietante: un deterioro de los vínculos comunitarios. Las redes familiares y sociales que antes actuaban como colchón ante cualquier dificultad se debilitan. Una parte de la población vive literalmente sin nadie a quien acudir. No se trata solo de números, sino de vidas desgastadas en una región que se enorgullece de su identidad solidaria pero que, a la hora de la verdad, parece estar perdiendo esa raíz.
Y aquí es donde entra la responsabilidad política, sí, pero también la responsabilidad cívica, esa dimensión tantas veces olvidada y que es indispensable para sostener cualquier democracia. Necesitamos exigir más. No resignarnos. No permitir que la agenda pública se aleje una vez más de la realidad social que nos interpela. No podemos permitirnos un debate político que hable durante horas de cuestiones efímeras mientras una parte de la sociedad vive sumergida en una exclusión que se cronifica.
La ciudadanía no puede limitarse a indignarse un día y olvidarse al siguiente. No puede permanecer en el papel de espectadora. La democracia exige actores, no público. Y si permitimos que el informe FOESSA sea un eco en un desierto de indiferencia, habremos fallado como comunidad.
La región necesita una ciudadanía que exija políticas valientes. Necesita personas que entiendan que el bienestar común no se construye en los platós televisivos, sino en los espacios cotidianos: en la defensa de la escuela pública, en la preocupación real por la vivienda, en la defensa de una sanidad accesible, en la lucha contra la discriminación a las personas migrantes, en la vigilancia constante ante los discursos de odio que alimentan esa aporofobia que se extiende como niebla densa.
Que nadie se engañe: hay discursos que están creciendo en nuestra sociedad y que aprovechan la incertidumbre y el miedo para ofrecer explicaciones falsas y culpables fáciles. Señalan a quienes menos tienen. Señalan al extranjero, al pobre, al vulnerable, al que sufre. Y al hacerlo, inoculan en la sociedad la idea de que hay vidas que valen menos. FOESSA desmonta ese discurso con datos, pero somos nosotros quienes debemos desmontarlo desde nuestra vida cotidiana.
Porque la exclusión social no se frena solo en los parlamentos: se frena en las conversaciones, en las decisiones compartidas, en los gestos que construyen comunidad. Se frena cuando entendemos que la pobreza no es un fallo moral. Se frena cuando combatimos la aporofobia en sus expresiones abiertas y en sus versiones más invisibles, esas que se camuflan en comentarios cotidianos o en prejuicios que repetimos sin pensar.
"Una sociedad fracturada acaba pasando factura a todos, también a quienes creen estar a salvo"
El espejo que FOESSA nos ha colocado delante nuestra una región que no puede permitirse seguir mirando hacia otro lado. Si no actuamos hoy, el futuro será un territorio cada vez más desigual, más aislado, más resentido, más fragmentado. Nadie debería sentirse ajeno. Nadie debería pensar que no le afecta. Porque una sociedad fracturada acaba pasando factura a todos, también a quienes creen estar a salvo.
Castilla-La Mancha solo podrá mirar de frente este espejo incómodo si la ciudadanía asume su parte de responsabilidad. No para sustituir a las instituciones, sino para empujarlas, exigirlas, vigilarlas. Para construir un clima social que no tolere la indiferencia. Que no legitime el abandono. Que no use la pobreza como arma arrojadiza ni como telón de fondo. Que se atreva a sentir como propio el sufrimiento ajeno.
Una semana después, el silencio sigue siendo ensordecedor. Pero aún estamos a tiempo. Este espejo no se va a mover. Y tarde o temprano tendremos que mirarlo de frente. Cuanto antes lo hagamos, más posibilidades tendremos de transformar la imagen que devuelve.
No es una tarea solo para quienes gobiernan. Es una tarea para todos. Es un desafío colectivo. Es una oportunidad para demostrar que la cohesión social no es un eslogan ni un recuerdo del pasado, sino una decisión diaria de una comunidad que decide no dejar a nadie atrás.
Castilla-La Mancha ya no puede evitar este espejo. Y ahora la verdadera pregunta es si su ciudadanía está dispuesta a cambiar lo que ve.











