No finjamos. No disimulemos. Sabemos que el mundo en el que vivimos está diseñado para que la riqueza se concentre en pocas manos y la pobreza se distribuya entre millones. Sabemos que hay personas que nacen con todas las puertas abiertas y otras que, desde el primer día, se encuentran frente a muros que nunca construyeron pero que determinan su vida entera. Y lo sabemos, aunque intentemos mirar para otro lado.
Lo más escandaloso no es que la desigualdad exista. Lo verdaderamente insoportable es que haya quien la defienda, quien la justifique, quien la vista de mérito personal o destino inevitable. La pobreza no es un accidente ni una maldición divina: es una decisión política. Es el resultado de leyes, políticas, presupuestos y prioridades que favorecen a los de siempre, mientras dejan a millones fuera de la mesa. Y la aporofobia, ese rechazo profundo hacia las personas pobres, es el lenguaje no dicho que sostiene este orden, un mecanismo cultural que permite señalar al que menos tiene como culpable de su propia miseria, en vez de reconocerlo como víctima de un sistema fallido y profundamente injusto.
Los vulnerables no son abstracciones ni cifras en un boletín estadístico. Son las personas que trabajan doce horas diarias y siguen sin poder pagar un alquiler. Son las mujeres que, además de sostener familias enteras, cargan con dobles y triples jornadas no remuneradas. Son las personas con discapacidad a quienes las barreras no solo son físicas, sino institucionales. Son los mayores que pasan sus últimos años contando monedas para poder comer, después de una vida entera de trabajo. Son los jóvenes que encadenan contratos temporales y ven cómo el sueño de independizarse se convierte en una quimera.
Y son, también, quienes han tenido que dejarlo todo atrás. Los migrantes que huyen del hambre, de la persecución, de guerras interminables que rara vez empezaron ellos, pero que casi siempre financian los países que luego les niegan la entrada. Guerras que destruyen comunidades enteras, arrasan con economías y dejan tras de sí un paisaje de desesperación. Personas que cruzan mares y desiertos con lo puesto, con niños en brazos, porque quedarse es condenarse a la muerte. Y cuando llegan, si llegan, se encuentran con muros físicos y legales, con discursos políticos que los convierten en amenaza, con medios de comunicación que los retratan como invasores.
La aporofobia, el racismo, la xenofobia y el clasismo no son expresiones aisladas: son engranajes de una misma máquina que mantiene el poder donde está. Y cada vez que se criminaliza a un pobre, que se estigmatiza a un migrante, que se recorta un derecho social, esa máquina gana fuerza.
No es un problema “de otros”. No es algo que pase “allá lejos”. Es aquí, en nuestras calles, en nuestras ciudades, en nuestros barrios. Cuando una persona duerme en
la calle y no hacemos nada, estamos eligiendo. Cuando aplaudimos medidas que cierran fronteras mientras familias enteras buscan refugio, estamos eligiendo. Cuando justificamos recortes que dejan a miles sin acceso a salud o educación, estamos eligiendo.
El lado correcto de la historia nunca ha estado con quienes miran para otro lado. Ha estado con quienes se ponen incómodos, con quienes se plantan frente a la injusticia aunque eso les cueste reputación, privilegios o seguridad. No se trata de filantropía paternalista: se trata de justicia, de derechos humanos, de dignidad.
La historia no premia a los neutrales. No celebra a los que “no quisieron meterse en problemas”. La historia recuerda a los que se atrevieron a hablar, a actuar, a elegir el lado de los que no tenían voz.
Por eso la pregunta no es retórica: ¿de qué lado estás?
¿Del lado de quienes acumulan mientras millones no tienen nada?
¿Del lado de quienes fabrican guerras y venden armas para después cerrar las puertas a quienes huyen de ellas?
¿Del lado de quienes culpan a los pobres de su pobreza, a los migrantes de la crisis, a los diferentes de los males del mundo?
¿O del lado de quienes, pese a todo, siguen resistiendo, siguen luchando, siguen creyendo que un mundo más justo es posible?
Hoy no hay neutralidad posible. No hay tiempo para tibiezas. No hay excusas que resistan el juicio de la memoria colectiva. La historia está ocurriendo ahora, y el lugar que ocupes quedará escrito para siempre.
Elige. Porque el silencio también es una respuesta. Y porque no hay peor vergüenza que descubrir, demasiado tarde, que estuviste del lado equivocado.