Crónica de un Siglo de Oro que se nos vuelve vivo: La Loca Historia del Siglo de Oro levanta una sátira del poder tan afilada y lúcida que deja en evidencia a más de una editorial que presume de mordaz
Hay obras que se presentan con solemnidad y otras que irrumpen como un disparo de luz. La Loca Historia del Siglo de Oro pertenece a esta segunda estirpe: la que entra en escena como si atravesara un espejo antiguo para hablarle de frente a la sociedad del siglo XXI. Lo hace de la mano de las compañías La Escalera de Tijera y Z Teatro, que llevan años defendiendo un teatro corpóreo, festivo, reflexivo y desobediente, un teatro que no teme al pasado porque sabe que en él están escondidas todas las preguntas del presente. En esta ocasión, además, el montaje reivindica con fuerza la importancia de la música en directo, de las canciones interpretadas en escena, de los juegos rítmicos y vocales que generan un ambiente juglaresco, cómico y vibrante, capaz de transformar la atmósfera de la sala. A ello se suman efectos especiales creados a la vista del público, en el mismo escenario, que potencian la magia teatral sin recurrir a artificios externos.
Desde el primer instante, el espectáculo deja claro que no busca recrear un libro de historia ni ofrecer una lección empaquetada, sino construir un puente entre tiempos. El escenario, casi desnudo, se vuelve un territorio sagrado donde el objeto cotidiano deviene símbolo y el símbolo se convierte en un cuerpo vivo. Objetos simples, como unas tablas de planchar y unas cuerdas, se transforman en catalizadores de emoción, tensión y humor, demostrando que lo ordinario puede despertar el interés teatral y sostener la mirada del espectador. Allí, los intérpretes Lola Sánchez, Dani Jaén, Roberto Calle y Cristina Zarandieta despliegan un repertorio físico y expresivo que recuerda a los cómicos del Siglo de Oro, esos actores-mensajeros que viajaban por aldeas y ciudades llevando consigo el pulso de un país entero. Su trabajo incorpora acrobacias, malabares y una presencia física exuberante que conectan con la tradición del teatro popular y del circo, elevando el juego escénico a un contagio teatral que se extiende rápidamente al público. Ellas y ellos sostienen la arquitectura invisible de una propuesta que juega con la máscara, la acrobacia, la música, el gesto y la verdad del clown como si fueran engranajes de una misma máquina desbordante.
El ritmo de la obra no camina, avanza con una convicción casi biológica. Es un flujo que refleja la naturaleza tumultuosa de aquel tiempo en que España intentaba sostener su grandeza mientras se abría grieta tras grieta bajo sus pies. La escena se precipita, se expande y se contrae con una energía que recuerda la respiración de una fiera antigua: las guerras laten, la ambición late, las intrigas resuenan, la desigualdad se hace visible, la invisibilización de la mujer reaparece con la claridad de un espejo que ha sido limpiado después de siglos. La obra aprovecha esta locura narrativa para recorrer, con humor y vértigo, un paseo histórico, cultural y artístico por los personajes más célebres del Siglo de Oro, sin olvidar a las mujeres que la historia silenció, pero que aquí recuperan cuerpo, voz y presencia escénica. Y el humor, que podría parecer un atajo fácil, se revela como una herramienta de crítica, de pensamiento y de resistencia, igual que lo fue en la época de los grandes dramaturgos. En ese humor se esconden guiños constantes a artistas contemporáneos, a cantantes populares, a cómicos clásicos y hasta a sucesos políticos y sociales ocurridos en la misma semana de la función, demostrando que la obra late al ritmo del presente. Por eso el teatro es el espejo del mundo, y quien se mira en él jamás sale indemne, frase que aquí se cumple como una ley física: nadie abandona la sala sin haber reconocido algo de sí mismo en los gestos de aquel pasado.
La dramaturgia y dirección de Javier Uriarte sostienen el caos fértil de la obra con una precisión admirable. Nada está colocado por azar, y sin embargo nada suena rígido. La escena respira, fluye, se desborda y vuelve a concentrarse con la misma cadencia con la que un director de orquesta regula la intensidad de una sinfonía. Uriarte entiende que el Siglo de Oro no necesita ser venerado: necesita ser vivido. Y por eso permite que el humor roce la tragedia, entre el escenario y el patio de butacas, que la risa abra la puerta a reflexiones tensas, que la acrobacia ilumine el pensamiento y que la música empuje al espectador hacia un estado de complicidad absoluta. La presencia del directo, voces, instrumentos, ritmos creados frente a los ojos del público, se convierte en un motor emocional que atraviesa toda la función.
La pedagogía que emerge del espectáculo no nace de la teoría, sino de la vivencia. La obra, programada tanto en la campaña escolar (Institutos) como en las funciones abiertas del Ciclo Siglo de Oro del Teatro de Rojas, convierte el escenario en un aula sin paredes, un territorio donde la Historia no se aprende: se respira. Las cuestiones que plantea, el poder, la supervivencia, los privilegios, la corrupción, la ambición personal, la violencia estructural, la dignidad humana, resuenan con la misma fuerza en quienes acuden desde un centro educativo como en quienes asisten tras leer a Lope, Cervantes o a Quevedo. El teatro rompe así cualquier frontera: todos quedan invitados, todos quedan implicados.
Porque lo que propone La Loca Historia del Siglo de Oro no es un viaje al pasado, sino un retorno al presente desde un ángulo inesperado. Allí donde creemos que la época es ajena a nosotros, aparece una emoción, un gesto, una injusticia que se repite, un conflicto que nos pertenece. Allí donde pensamos que la historia era polvo, aparece un cuerpo. Y donde creíamos que el humor era desenfado, descubrimos que es una forma de valentía.
El teatro, en este montaje, asume su lugar político y humano: su capacidad para agitar, para iluminar, para convocar. El escenario se convierte en un corazón encendido que late ante el público y lo obliga a latir con él. No es espectáculo: es presencia. No es pedagogía: es revelación. No es homenaje: es una llamada de atención.
Y es en este punto donde la obra se transforma en un manifiesto, en una pieza que no solo representa un siglo, sino que señala con claridad el nuestro. Porque lo que está en juego no es el pasado, sino nuestra manera de mirarlo. No es la memoria, sino la responsabilidad de mantenerla viva. No es el repertorio clásico, sino la capacidad contemporánea de dialogar con él sin miedo ni solemnidad.
La presencia de La Escalera de Tijera y Z Teatro subraya además la importancia de las compañías que siguen apostando por un teatro físico, vivo, radicalmente humano en un tiempo donde la inmediatez digital amenaza con arrinconar la experiencia compartida. Ellos demuestran que el teatro continúa siendo un arte insustituible, capaz de convocar al público no por nostalgia, sino por necesidad: la necesidad de estar juntos, de comprendernos, de interrogarnos y de reírnos de nuestras propias sombras.
El Teatro de Rojas, al incluir el montaje tanto en su programación abierta como en la campaña escolar, lanza un mensaje claro: que el Siglo de Oro no pertenece al pasado, sino al común; que la cultura es un derecho que atraviesa todas las edades; que el teatro sigue siendo una herramienta crítica y sensible para analizar quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes podríamos llegar a ser.
Y así, cuando el telón desciende, no se siente un final, sino un tránsito. Como si el escenario susurrara un recordatorio antiguo y necesario: que la historia nunca termina y que siempre habrá una nueva función esperando ser contada. Que el público no abandona la sala, sino que entra en otra escena: la de la vida misma. Que los clásicos no perecen porque seguimos respirando con ellos. Y que, mientras alguien tenga el valor de encender una luz sobre un escenario vacío, habrá un país dispuesto a mirarse en ella.
Por eso, cuando la oscuridad se adueña por fin de la sala, queda suspendido en el aire un eco, un impulso, una chispa que nos devuelve a la esencia del arte escénico: que nadie se retire aún… que siempre quedará otra historia por representar.
¡A escena!












